Hoy: ‘Bruce Chatwin: fotografías y cuardernos de viaje’
Paul Theroux contó que en el velorio de Bruce Chatwin (1940-1989) abundaron las sorpresas porque muchos de sus amigos deudos ignoraban que tuviera la misma amistad con ellos que con otros. Aficionado a compartimentar el universo enloquecido al que pertenecía, girando sobre varios ejes y autoexpulsándose hacia los caminos trazados por la inquietud interior, no hay mejor escena para describirlo que aquella –verdadera y falsa– que a él mismo lo fascinaba: la del camaleón apoyado sobre una tela escocesa.
De sus excursiones solitarias quedaron sus libros –algunos grandiosos– y, sobre todo, unas cincuenta libretas Moleskine (el dato no se le escapó a la compañía, que se jacta de vender las libretas que utilizaba Chatwin) con apuntes y diarios de viajes. Los emprendidos por Mauritania, Ouidah y Afganistán, que dan fe de su sistema perceptivo mediante una cepa de primer leng uaje, donde Chatwin es receptor sentimenta l, a na l i sta y poeta de su experiencia, fueron seleccionados Escritor británico. Nació en 1940 en Sheffield, Yorkshire y murió en Niza en 1989, a los 48 años. para Bruce Chatwin: fotografías y cuadernos de viaje (1993), publicado por Anaya/Mario Muchnik con la anuencia de su viuda, Elizabeth.
Como un león enjaulado en su casa de Gloucestershire, en 1969 recibe el llamado del nomadismo y dice: “Siento otra vez las punzadas de la inquietud y planeo ir a Mauritania”. Si la inquietud del viajero –como nos describe Nicholas Shakespeare en su eximia biografía sobre Chatwin, escrita en parte en la Villa Ocampo de Mar del Plata– perseguía la definición de su identidad sexual mediante el acting de la fuga geográfica (aunque alguna que otra vez viajaba con su mujer), el asunto no es nuestro. Lo cierto es que los viajes fueron la materia y la fuerza bruta de sus libros, acompañados de las fotos que aspiraban a algún tipo de arte y, a la vez, aparentaban lo que cualquier mentiroso necesita para cerrar el círculo de su mitomanía (su literatura): pruebas, en todo caso efectos probatorios.
Chabolas de Africa, las líneas de Nazca, vagones varados en la Patagonia, cuevas de murciélagos gigantes en Java, iglesias de Moscú, tolderías de Pakistán, entre otros rincones poco iluminados del turismo internacional, son retratados por Chatwin con la misma austeridad lírica con que escribía. Lo que vale es el encuadre, estar ahí en misión secreta, elevándose como un dios de la modernidad: el dios que cuenta.
En Mauritania, Chatwin pregunta por el precio de un Land Rover que lo lleve de Azougi a Chinguetti y hace la cuenta del gasto, equivalente a un traje nuevo o a mantener a sus amigos durante una semana. Su fuero interno responde por él: “Pago. Prefiero moverme”. Moverse para estacionarse en lo desconocido y, si fuera posible, con el mínimo posible de lenguaje. La idea de que los mejores viajeros son iletrados porque “no nos aburren con reminiscencias” es un principio ideológico insobornable de Chatwin, que ha tratado de sustraer de sus experiencias ese salvavidas de plomo llamado estilo.
Bruce Chatwin: fotografías y cuadernos de viaje es un libro en el que se tensa la cuerda de la que cuelgan experiencia y arte, porque ¿qué tiene que ver prestarse a la novedad vital con fotografiarla? Para Chatwin, la foto es el testigo falso de una realidad que no existe si no se la inventa.