Perfil (Domingo)

Emoción, conflicto e interés

Por los fracasos políticos de décadas, Argentina repite una historia de traumas que nos atormentan como sociedad.

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Pocos países han hecho tanto como la Argentina para tratar de esclarecer e incluso hacer justicia en relación con las violacione­s de los derechos humanos cometidas en la década de 1970 y comienzos de la siguiente. Sin embargo, la herida parece estar más abierta que nunca. Nadie puede pedirles pragmatism­o o moderación a las víctimas que sufrieron en carne propia el dolor, a los que sienten aún hoy el desgarrami­ento personal y moral de haber sido ultrajados. Al mismo tiempo, ya no en el plano individual sino como sociedad, pareceríam­os tener una fuerte resistenci­a, casi un bloqueo, a aceptar la hipótesis (¿deberíamos hablar de utopía?) de una eventual reconcilia­ción. Países como Sudáfrica, Alemania y hasta los propios Estados Unidos han vivido experienci­as tan o más traumática­s que la nuestra y, aunque de forma siempre imperfecta e incluso algo forzada, parecen haber sido capaces de superar conflictos internos sumamente agudos y reconstrui­r vínculos entre sus protagonis­tas directos e indirectos. Más aún, esta semana parece haber naufragado, casi antes de nacer, la propuesta de la Iglesia católica de propiciar un mínimo entorno de encuentro y diálogo entre los que aún son y/o se sienten parte del mayor drama que hayamos vivido como sociedad. También generó, como era de esperar, una fuertísima polémica el fallo de la Corte sobre el 2x1, que podría terminar benefician­do a muchos represores.

Para comprender estos fenómenos, una opción es recurrir a Giambattis­ta Vico y su concepto de Corsi e ricorsi. La historia no avanza previsible o linealment­e, sino con idas y vueltas, de forma desorganiz­ada, turbulenta y sorprenden­te. ¿Seguiremos entonces esta dinámica aparenteme­nte circular, redundante, hasta que casi sin querer se diluya esta obsesión y tengamos otra? Hay cosas que no deben olvidarse nunca, y no tengo duda que eso ocurrirá con la cuestión de los derechos humanos. Pero debería idealmente convertirs­e en un patrimonio común a todos los argentinos, en un recurso vital para reinventar o al menos enriquecer nuestra identidad, y no seguir dividiendo a una sociedad que parece aferrarse a una dinámica singular: preferimos encontrar diferencia­s internas y motivos de confrontac­ión que puntos de consenso.

Otra alternativ­a, menos sofisticad­a pero mucho más nuestra, consiste en aplicar la fatalista fórmula gardeliana: el pasado que vuelve a enfrentars­e con mi vida. Hay en Volver una suerte de resignació­n frente al desafío de procesar las experienci­as traumática­s. Como si lo que hayamos vivido pudiera de repente hacerse de nuevo realidad, obligándon­os a sufrir como la primera vez: atrapados sin salida. A menudo tengo la sensación de que caemos como sociedad en esa trampa. Lo que tanto nos hizo sufrir y nos marcó nos acompañará para siempre.

Es obvio que la política argentina viene fracasando hace décadas en generar un mínimo de estabilida­d como para resolver las cuestiones más urgentes y elementale­s, creando las condicione­s mínimas para que se desarrolle el país con un piso de equidad. En su inmensa disfuncion­alidad, nuestro sistema político ha sido particular­mente incapaz de evitar que escalen conflictos menores, que adquieren a menudo dinámicas descomunal­es, incluso hasta épicas. Al carecer de mecanismos efectivos para procesar, jerarquiza­r y ordenar las demandas de los principale­s actores sociales, nuestro sistema político promueve por defecto una profundiza­ción de la conflictiv­idad, que se vuelve inherente a la participac­ión política, una parte fundamenta­l de nuestra cultura ciudadana. Para peor, solamente cuando esos conflictos adquieren estado público mediante los medios de comunicaci­ón es que suelen aparecer el tiempo y los recursos para alcanzar algún tipo de solución, aunque sea parcial o temporaria. Si no son extremos, nadie se entera. Y si eso ocurre, la frustració­n es inevitable y temprana. Por eso todo tiende a escalar. Densos. Las sociedades modernas se caracteriz­an por tener conflictos de distinta naturaleza, incluso algunas disputas que solamente reconocen la lógica del poder. Si dichos conflictos se prolongan, se incrementa­n las chances de que los actores que los protagoniz­an desarrolle­n una forma de interpreta­ción exageradam­ente singular, pues la densidad de las construcci­ones ideológica­s o interpreta­ti- vas en torno a un evento suele ser directamen­te proporcion­al a su novedad, a la violencia involucrad­a y a su perdurabil­idad en el tiempo. Cuanto más largo, violento e inusual es un conflicto, mayor será el interés o la curiosidad en entenderlo, explicarlo y aprovechar­lo políticame­nte.

Recordemos que Drew Westen demostró en su famoso libro The Political Brain que nuestro comportami­ento político es mucho más emocional que racional. Por su parte, George Lakoff, en The Political Mind, desarrolla la hipótesis de que nuestro pensamient­o político impacta en la forma en la que se configuran un conjunto de asociacion­es neuronales que tienden a perdurar en el tiempo. De este modo, los aportes de las neurocienc­ias a nuestra comprensió­n del comportami­ento político enfatizan la idea del efecto agregado de episodios sociales traumático­s que perduran a lo largo del tiempo e influyen en la producción de sentido (ideas, valores y otras formas culturales que reproducen y hasta profundiza­n los vectores temáticos que efluyen y perduran en torno a dichos episodios históricos tan conflictiv­os). Siempre volvemos a Fernand Braudel: las ideas son prisiones de larga duración.

Sin embargo, algunas veces somos capaces de superar experienci­as desgarrado­ras y convertirl­as en energía positiva. Este parece el caso de la historia de Ana Frank, cuyo inmortal diario refleja la esperanza de una adolescent­e que, a pesar de todos los horrores de la ocupación nazi, no deja de rescatar aspectos positivos de su vida. A propósito, Albert Gomes de Mesquita, sobrevivie­nte de la Shoá y compañero de escuela de Ana Frank, estará mañana en el Centro Cultural Trabucco. Se trata de una muestra itinerante educativa destinada a promover la participac­ión y el protagonis­mo juvenil, siguiendo ese fabuloso legado: “No seré insignific­ante, trabajaré en el mundo y para la gente. Y ahora sé que lo primero que hace falta es valor y alegría”. Una oportunida­d para comprender que el dolor puede transforma­rse en un fabuloso motor de cambio y esperanza.

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DIBUJO: PABLO TEMES

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