Perfil (Domingo)

La última entrevista de Abelardo

- LUCIANO LAMBERTI

Vi a Abelardo Castillo una sola vez en mi vida, el 14 de abril de este año, Viernes Santo para más datos, en su vieja y hermosa casa de Once. Como siempre, con esa clase de entrevista­s, llegué demasiado temprano y tuve que fumarme dos cigarrillo­s en la puerta antes de tocar. Después escuché una voz en el portero, que identifiqu­é como la de Sylvia Iparraguir­re, su compañera de toda la vida, el primer contacto de Castillo y su “filtro” para las entrevista­s, que me pidió un momentito mientras bajaba. Yo estaba un poco nervioso, debo confesarlo. No soy un gran lector de Castillo. Me gustan alguno de sus cuentos (en muchos otros, me molesta un poco el personaje “macho / inteligent­ísimo / sobrador” que construía como un álter ego) y El evangelio según Van Hutten, que leí de una sentada a los veintipico de años, mientras trabajaba en el turno noche de un cíber en Córdoba capital. Pero un Grande es un Grande, y Castillo lo era. Si hubiera tenido la ocasión de entrevista­r a García Márquez o a Stephen King hubiera sentido lo mismo: la sensación de estar frente a un escritor de verdad, alguien que se toma muy en serio su profesión. Un mito viviente, también. Sylvia me dejó sentado en el living, y aproveché para mirarlo todo. Había un Alonso original colgado en la pared, algunas estatuas africanas (creo), tapices bordados a mano. Vi el tablero de ajedrez y se me ocurrió una idea genial. ¿Y si le hacía la entrevista mientras jugábamos un partido? ¿No sería lo más de lo más, él y yo, enfrentado­s, en una batalla campal? Estuve a punto de decírselo, pero pensé a tiempo que era una idiotez tremenda y que me iba a sacar carpiendo, con toda razón. Se abrió la puerta y apareció él, sonriente. Me levanté para saludarlo, me pidió disculpas porque tenía la mano mojada, acababa de lavárselas. Después se sentó y me preguntó de qué quería hablar, le respondí que del libro que había acabado de salir, y entonces me quedé callado, escuchándo­lo. Todos los escritores tienen un casete, responden a las mismas preguntas de la misma forma. Castillo también, por supuesto, pero estaba bueno escucharlo, y eso hice, con escasas (e inútiles) intervenci­ones de mi parte. Cuando apagué el grabador, seguimos charlando durante un rato; o más bien: él hablaba y yo escuchaba, asintiendo como un idiota. Donald Trump había acabado de arrojar en Afganistán la famosa MOAB, la madre de todas las bombas, y el clima político, me dijo, le recordaba al de los años 60, tenso e irascible, tan cerca de la muerte que era, de algún modo, una liberación. En esos años todos se sabían muertos, o a punto de morir, y que eso los llevaba a aprovechar la vida de otra forma. Antes de irme, me pidió que le pasara por e-mail el crudo de la entrevista. Lo hice al otro día. Sabía que tardaba un poco en responder, así que no insistí, pero a la semana le volví a escribir. Abelardo, querido: ¿pudiste ver el crudo de la entrevista? Un abrazo. No me respondió y ya no lo hará. Se acaba de morir, y todo lo que me dijo en esa primera y única vez se vuelve, ahora, premonitor­io, mágico y único. *Entrevista publicada en www.eternacade­ncia.com.ar/blog

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