AL VERTIGO DE LAS IMAGENES
Cuentos, novelas, obras de teatro, ensayos, un libro de poemas inedito que no se atrevio a publicar y el segundo tomo de sus diarios, que aparecera este ano,es el legado de este escritor, que fundo revistas culturales que marcaron a una generacion y fue u
L a mañana del martes 2 de mayo Abelardo Castillo moría producto de una complicación respiratoria derivada de una cirugía. Así se despedía uno de los mejores cuentistas vivos argentinos y uno de los mayores formadores de escritores. En menos de seis meses se iban los dos mayores formadores de escritores: Alberto Laiseca y Abelardo Castillo. De los talleres de Castillo salieron escritores que hoy tienen reconocimiento mundial, como es el caso de Samanta Schweblin, finalista del prestigioso Premio Man Booker de este año, y también otros igualmente destacados, como Juan Forn, Guillermo Martínez, Gonzalo Garcés y Pablo Ramos. En el momento de su muerte, Castillo se encontraba trabajando en la edición del segundo tomo de sus Diarios, tal vez en ese frenesí por la corrección que lo caracterizó por la corrección: los textos no se corrigen, uno se corrige a sí mismo, solía decir, en un afán superador y también ambicioso por lograr la perfección o, como diría uno de sus discípulos, la belleza.
A finales del año pasado había publicado una selección de sus cuentos titulada Del mundo que conocimos, pero no todo en él fue-
ron cuentos: escribió novelas, como El que tiene sed y El evangelio
según Van Hutten, y también teatro, ensayo y sus Diarios. Obtuvo múltiples premios y reconocimientos, que empezaron en 1959, cuando tenía tan sólo 24 años, en el concurso organizado por la revista Vea y Lea, en el que fueron jurados Borges, Bioy Casares y Manuel Peyrou. Ese mismo año fundó junto a unos amigos la revista literaria El Grillo de Papel, que un año más tarde fue proscripta por el gobierno de Arturo Frondizi. Pero Castillo no cejó, y un año después fundó otra revista literaria con la escritora Liliana Heker,
El Escarabajo de Oro, que duró hasta 1974 y donde publicaron por primera vez Ricardo Piglia, Jorge Asís, Alejandra Pizarnik y la propia Heker, entre muchos otros escritores. En 1969 conoce a la que fue su mujer de toda la vida, la escritora Sylvia Iparraguirre. Durante toda la dictadura dirige la revista cultural El Ornitorrinco.
El prestigio de Castillo se consolida en los 90, cuando comienza a publicar su obra en Editorial Planeta de la mano del editor Alberto Díaz. Este recuerda que conoció a Abelardo por la revista El
Grillo de Papel en los 60, “una época de debate de políticas culturales muy fuerte, que quienes teníamos esos intereses leíamos de manera imprescindible”. En 1961 salió el volumen de cuentos Las
otras puertas, que ganó el Casa de las Américas, y que, según este mítico editor, “nació siendo un clásico de la narrativa argentina y me atrevo a decir que es fundacional, porque creó un nuevo lector y constituye el programa de lo que Abelardo volverá a hacer más adelante”. Díaz no cree que sea exagerado afirmar que con Abelardo Castillo no sólo murió el mejor cuentista argentino, sino que además murió el último de una generación: “La mayoría de los libros de Abelardo tuve el honor de publicarlos. Es uno de los escritores argentinos más relevantes del siglo XX y dejó una huella por su compromiso social y político que será indeleble. Y hay algo que habla de su generosidad y es su condición pedagógica. Sus talleres eran míticos, y sus relaciones con sus jóvenes talleristas se mantenían con el tiempo”.
Cuando empezó a publicar sus obras, de inmediato establecieron una relación amistosa muy buena: “Teníamos grandes charlas telefónicas: de literatura rusa o de si Faulkner era mejor que Joyce. ¡Tenía una memoria de elefante!”. Este editor destaca toda su obra, pero llama la atención sobre los poemas: la mayoría están inéditos y no sabe si en algún momento se van a publicar: “Recuerdo que le había puesto un título al libro de esos poemas reunidos, La fiesta
secreta, decía que se iba a llamar. Quizá dudaba en publicarlos porque, como decía, él escribía para comunicar, para contactarse con el otro, mientras que la poesía era un acto personal y casi egoísta”. Pese a que los jóvenes del taller lo mantenían actualizado, es claro que admiraba la literatura del siglo XIX, en especial la rusa y los grandes escritores de esa tradición. La última charla que tuvo Alberto Díaz con él tuvo lugar hace un mes y fue, como siempre, una charla cariñosa; lo notaba bien de salud, lúcido, por lo que su muerte le pareció aún más inesperada.
El escritor y editor Gonzalo Garcés coincide en la importan-
cia que le da Alberto Díaz dentro de la literatura argentina, aunque va un poco más allá: “Ocupa un lugar totalizador. Es la lucidez de Borges con espíritu romántico. Reescribe a Cortázar y en más de un sentido lo supera. Es también algo que pocos escritores argentinos han sido –no se me ocurre ningún otro caso fuera de Marechal–: un escritor gordo, pletórico, rabelesiano, capaz de volcar todos los bienes de este mundo dentro de un libro”. Esto desde luego sin contar con que era un notable conversador: “Abelardo podía iniciar una conversación sobre Balzac en 1995, interrumpirla en 1996 y retomarla en 1997, como si no hubiera ocurrido absolutamente nada, ni en el mundo ni en su vida, durante el intervalo”. En cuanto a las acusaciones de ser un escritor convencional o clásico, Garcés discrepa: “El que tiene sed, por ejemplo, se propone (y consigue) orquestar en forma simultánea un número vertiginoso de niveles de conciencia: en una misma página está la realidad objetiva de su protagonista Espósito, sus fantasías, su contrapartida mitológica, datos científicos, hipertextos, su percepción desde el presente y la percepción de lo mismo como pasado lejano. Expande la prosa hasta casi hacer estallar sus costuras. Nada muy convencional”.
Pablo Ramos fue otro de sus alumnos. En una extensa crónica publicada en 2014 se refería a su relación con su maestro; ahí habla de sus días de penurias pero también de salvación, de la salvación que fue el taller de Abelardo Castillo, a quien hasta el último día evitó tutear, quizá como signo de respeto. Ramos observa que Abelardo “casi inventó el taller literario. El suyo fue uno de los primeros talleres. El tenía la idea de que la literatura era un hecho colectivo, es decir, que no existe la literatura sin el lector”. Pero, por otra parte, cuando corregía textos era claro que más que corregir textos corregía personas: “Una vez charlamos largamente sobre un adjetivo en un cuento mío, pero no para que buscara otro, sino simplemente para que lo pensara”. El valor que le asigna a haber encontrado a este maestro es grande, porque “la vida te la van arruinando muchas personas y te la van salvando cuatro o cinco. La literatura a mí me dio una vida, más que salvarme la vida, y Abelardo lo que me dio fue la compañía de la literatura. La única manera que reconozco de relacionarme exitosamente con el mundo es a través de la literatura, y cuando digo exitosamente no me refiero a dinero ni fama, sino a un modo trasparente de relacionarme”.
Tal como Garcés, niega el adjetivo de convencional para la literatura de Castillo, y cuestiona el adjetivo y lo califica de absurdo, porque “el único objeto del arte es la belleza, y su novela El que tiene sed es perfecta y por lo tanto es bella. Lo que pasa es que en los 60 estaba todo hecho, todo dicho, Beckett exploró todo en los 60. Pero toda experimentación que surge termina fracasando. Abelardo, al contrario, siempre quiso ser clásico”. Ante la idea de que la literatura argentina es rara, en el sentido de Aira, es decir única, o la de Ricardo Piglia, que la novela argentina es siempre de vanguardia, es decir de futuro, Ramos observa que es mucho más fácil hacer una novela como Los Sorias, donde entra todo, que una “literatura profunda, como la de Abelardo, que vuelve a preguntarse cuestiones básicas, como a qué vinimos. No hay que olvidar que si la idea supera a la motivación, la literatura no es necesaria”. Agrega que cuántos artistas o escritores se han preguntado qué es la belleza, tal como lo hiciera Abelardo Castillo: “Y eso es fundamental, porque la belleza es