FUENTEOVEJUNA
Cuando Fernán Gómez de Guzmán irrumpió en el casamiento de Laurencia, perpetró uno de sus tantos ultrajes contra el pueblo de Fuenteovejuna, aunque sin saber que ése sería el último. El comendador de Calatrava se llevó consigo a la novia al palacio y al novio lo envió a la cárcel. El pueblo, harto de sus vejámenes (reclutaba jóvenes para sus guerras y deshonraba a las mujeres), decidió matarlo y enfrentar el juicio con un pacto de sangre. Cuando el juez les preguntase quién había matado al comendador, cada uno –a su turno y aunque debieran soportar torturas– respondería del mismo modo; “Fuenteovejuna, Señor”. Mirando en los medios las noticias sobre el avance de las causas en los tribunales federales a pesar de que jueces y camaristas “justos y legítimos” hayan procurado mudarlas a Río Gallegos; observando las secuencias fotográficas de las calles donde viven los “hacedores de las humillaciones al pueblo argentino” con escuadrones de Gendarmería nacional custodiando las inmediaciones de sus casas; con paredes, autos, puertas y todo aquel frente que sirva para expresar con pintadas el creciente hartazgo; con basurales improvisados ante las puertas de entrada de esas casas y calles principales que llevan el nombre del difunto comendador de Río Gallegos; cuando veo a una gobernadora, junto a su cuñada –quien fue presidenta de “todos y todas”–, acorralada en las frías noches de Santa Cruz por cientos de manifestantes con antorchas, que estuvieron a centímetros de derribar la puerta que las separaba de la intemperie; cuando veo el video de la visita realizada por el ex gobernador de Buenos Aires a La Matanza, a su regreso de un viaje sanador por Italia, siendo abucheado y exigiéndosele “que se vaya” a viva voz, mi mente no puede sino imaginar una pseudo-remake siglo XXI de la más democrática obra de la dramaturgia castellana.