Un Discépolo con escasos aciertos en la puesta
Cuando se estudia la dramaturgia argentina, el nombre de Armando Discépolo (1886-1971) no puede faltar. Fue el creador de un género propio –grotesco criollo–, en el que escribió sus mejores textos, así Mateo, El organito o Stéfano, por citar sólo tres. Su última obra dramática fue Relojero, con la que cerró su etapa de dramaturgo, aunque continuó ejerciendo la dirección teatral hasta su muerte. La subtituló Grotesco en tres actos, pero dejó de lado varios de estos rasgos, como el cocoliche de aquellos inmigrantes italianos que en carne propia conoció. Hay que recordar –como lo hizo acertadamente Luis Ordaz– la coincidencia de visión pesimista que tuvo junto con su hermano, el compositor y actor Enrique Santos Discépolo.
La sabiduría que emana de sus diálogos es notable, no sólo por la simplicidad con la que enuncia lo más complejo sino también por la actualidad que tienen. Dirá uno de sus personajes: “Para enriquecerse no basta con trabajar; hace falta, además, la idea constante de quedarse con lo ajeno”. Aquí, como en otras obras, hay en- frentamientos generacionales; discuten padres con hijos, sin llegar nunca a comprenderse. La profesión de su protagonista da título a una obra compleja de escenificar, quizás más que sus grotescos.
La dirección de Analía Fedra García encontró la gran ayuda de dos actores de la trayectoria de Osmar Núñez y Horacio Roca para encarnar a estos hermanos antagónicos pero al mismo tiempo semejantes. Transmiten lo mejor de Discépolo, entregan algo tan intangible como clave para sus creaciones: ternura. Son criaturas fracturadas, perdedoras pero siempre cercanas a nuestro mundo. Compitieron de niños, se necesitan en el presente y el afecto traspasa diferencias, se pelean y se reconcilian. La sangre es más fuerte que las realidades. Pero el elenco más joven no consigue ese mismo nivel interpretativo. Las marcaciones ahí se debilitan e incluso el final no es lo suficientemente claro.
La escenografía y el vestuario no colaboran ni con los actores ni con el público; aunque las ideas resulten metáforas interesantes, su resolución escénica no lo fue. Sólo la música de Gustavo García Mendy y la iluminación de Marco Pastorino ayudan con los climas que este Discépolo reclamaba.
Llevar a escena a un autor de esta envergadura implicaba un riesgo. Es válido que Fedra García lo haya emprendido, ya que ella había recorrido un camino anterior con otros dramaturgos complejos, pero aquí no consiguió los aciertos totales. Sólo Núñez y Roca conmueven y consiguen que Discépolo hable a través de sus maravillosas voces.