San Genet
Si a alguien le dio todo el asco del mundo respirar el mismo aire que a los burgueses, ese fue, por lejos, Jean Genet. Con nada de impostura, haciendo de esta línea una forma de vida, el genial dramaturgo francés dedicó su existencia para escapar, denunciar, corromper, liquidar los beneficios de una clase, los estímulos de un arte que le repugnaba. “Reconozco una profunda belleza en ladrones, traidores y asesinos, en el despiadado y la astucia: la belleza de los hundidos”, explicitó como en un manifiesto con toda la potencia destructiva de un orden que quiso desbaratar. Uno de los pocos que pudo soportar ser “un puritano del mal”, murió en un cuarto pobre de hotel en 1986 y mentarlo es una forma de no perder de vista su legado perfecto cuando la vida se pone suave y complaciente. En 1964, dio una de las pocas entrevistas para la revista Playboy. También estaba solo y pobre en París. Escribía en unas hojas y fumaba tabaco negro. Esa soledad, esa idea sobre qué es ser un outsider, queda más nítida en un fragmento de esa conversación donde advierte sobre la buena conciencia, sobre el arte que puede cambiar el mundo: “Escribo teatro para cristalizar una emoción teatral, dramática. No me interesa si, por ejemplo, Los negros les sirve a los negros. Además, no creo que lo haga. Creo que la acción directa, la lucha contra el colonialismo, hace más por ellos que cualquier obra de teatro”. Como era de esperar de quien pensaba que la poesía era “el arte de usar excremento y hacer que el lector se lo coma”, todo lo que ha dicho está perfectamente en el lugar más incómodo e iluminado.