Perfil (Domingo)

Diez segundos para correr

- OLIVERIO COELHO

“esto es propiedad privada, podría dispararte. tenés diez segundos pa ra cor rer”. Di media vuelta con mi bici y emprendí camino de regreso

alguna vez, en México o EE.UU., de viaje, me topé con hombres aislados en la naturaleza, ermitaños que salieron de su casa abrazados a la mediocrida­d de un arma. Recuerdo que en ambos casos los involucrad­os tenían esa misantropí­a paranoica que a veces se ve exaltada por las condicione­s adversas de la naturaleza, y que el arma funcionó como un conductor del miedo ante la presencia de un extraño.

En el primer caso, en la bahía de Huatulco, cayó la noche y llegué a la única posada del lugar. Estaba molido y la esposa del dueño se negó a darme alojamient­o hasta que su esposo no aprobara mi presencia. Insistí, convencido de que el derecho de admisión en un hotel era absurdo, y la mujer no tuvo más opción que darme un cuarto. Dos horas después, mientras dormía, el dueño de la posada, un norteameri­cano de 50 años, hirsuto y de barba canosa, irrumpió y me apuntó gritando: tenía cinco minutos para irme antes de que gatillara su escopeta, estaba harto de mochileros que llegaban al lugar para desintoxic­arse de las drogas que consumían en el resto de México. Le contesté que estaba equivocado, pero mantuvo la escopeta en alto y el pulso no le tembló mientras me veía vestirme.

En el segundo caso, en Upstate New York, en una zona próspera que mezclaba cultura, pueblo y ambiente rural, andando en bicicleta tomé un camino en medio de un bosque. Hacía rato que quería recorrer esa zona con libertad. El sendero desembocó en una casa burguesa prearmada, con su camioneta 4x4 estacionad­a en la puerta. Segundos después, un hombre salió de la entrada principal preguntánd­ome qué hacía en el lugar. Llevaba un rifle en una mano. Y aunque no me apuntó, como el hotelero de Huatulco, susurró: “Esto es propiedad privada, podría dispararte. Tenés diez segundos para correr”. Di media vuelta con mi bici y emprendí camino de regreso, sintiéndos­e un ciervo bajo la mirada de un cazador.

Aquel comentario del propietari­o de la casa me pareció deliberada­mente pernicioso: “Diez segundos para correr”. A veces la maldad es producto del miedo. Una especie de instinto defensivo que deviene adrenalina. En otros casos, la maldad es una condición natural para equilibrar una desventaja congénita, y se instala en el interior de la personalid­ad como un rasgo tan metamorfos­eado que su portador no lo percibe e, incluso, lo celebra en bailecitos impostados. Según compañeros del actual presidente en el Cardenal Newman, el joven Mauricio Macri era el peor alumno de la clase, aunque su bajo coeficient­e era inversamen­te proporcion­al a su maldad. No era la maldad de un matón, sino la de un niño que compensa su falta de astucia con arranques de crueldad y dubitativo sadismo. Algo que a lo largo del tiempo prevaleció y debió haber premoldead­o la relación tensa con Franco Macri, que padeció en carne propia esos arranques de maldad cuando su primogénit­o intentó declararlo persona mentalment­e insana.

Se explica así por qué, en décadas, Macri fue el único capaz de comulgar con la mentalidad escabrosa de Lilita Carrió por más de un año. No sorprende a la vez la reacción de mandatario­s cínicos como Vladimir Putin, que en un encuentro bilateral el año pasado, al escuchar hablar a Macri, le preguntó a su intérprete “¿éste es o se hace?”, algo para lo cual parte de la población, miembros arribistas de gabinete, asesores y sobre todo compañeros de aula, hace rato ya tienen respuesta.

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MARTA TOLEDO
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