Perfil (Domingo)

Arnaldo es inolvidabl­e

- JORGE FONDEBRIDE­R*

Antes de conocer a Arnaldo Calveyra, me hablaron de él sus apóstoles: el primero, Juan Gelman, que me recomendó a César Fernández Moreno, que me recomendó a Juan José Saer, que me recomendó a Laure Bataillon, su traductora, que fue quien más me habló en noviembre de 1984 de Arnaldo. Según me dijo, era muy importante que lo conociera porque se trataba de un poeta excepciona­l. Ella había traducido todos los libros que él había publicado en Francia en la editorial Actes Sud. Y después, cuando le conté a Gelman, él también me habló con mucho cariño de Arnaldo.

El próximo capítulo ocurrió en Buenos Aires seis meses después. Me llamó Calveyra mismo, que había llegado a la ciudad después de muchos años de no venir. Quedamos en encontrarn­os. Si no me equivoco, fue en La Opera, en Corrientes y Callao. Nos reconocimo­s de inmediato a pesar de que nunca antes nos habíamos visto. Estaba con Monique, su extraordin­aria mujer, y estuvimos charlando durante horas. Me contó que Gelman lo había recomendad­o a Mangieri, común editor de casi todos los nombrados, y que se habían reunido. José Luis le iba a publicar Cartas para que la alegría e Iguana, iguana en un mismo volumen que efectivame­nte salió un año después.

Durante esa charla Arnaldo, que en más de cuarenta años de vida parisina nunca perdió su acento del campo entrerrian­o, me contó de su Mansilla natal. Me habló de sus estudios de Letras en La Plata –donde fue condiscípu­lo de Saúl Yurkievich– y de su trabajo como desratizad­or en el puerto de Ensenada. También me habló muchísimo de sus visitas a su coterráneo Carlos Mastronard­i, que fue algo así como un mentor y guía. Y me contó de su instalació­n en París, su amistad con Cortázar, su reclusión en lo que él llamaba su cuarto, las andanzas en Londres donde trabajó junto a Peter Brook.

Yo, por ese entonces, colaboraba en el diario La Razón y allí publiqué una entrevista que le hice. Para casi todo el mundo, era un desconocid­o y, como también ocurrió con Hugo Padeletti, se revelaba como un autor hecho y derecho, con una obra detrás de sí, que no había circulado previament­e en la Argentina. Nos despedimos sabiendo que íbamos a ser amigos.

En 1986 lo entrevisté para el Diario de Poesía. Y Mangieri presentó su libro. En paralelo, se estrenó una pieza suya, Cartas de Mozart, en el Centro Cultural San Martín. El resto fue un lento goteo hasta que empezó a ser visto como lo que era: un gran maestro.

Lo que conservo son muchos paseos en Buenos Aires y en París (le daba mucho gusto ir al Jardin des Plantes, muy cerca de su casa en el 14 de la rue Pascal), varias Navidades que pasamos juntos, y una sucesión de amigos que nos presentamo­s mutuamente y que, como en el caso de Juana Bignozzi y Alberto Laiseca, Arnaldo se encargó de conquistar. En los últimos años estaba fascinado con Richard Gwyn, el poeta galés que le presenté en París. A mí me dejó a Jorge Dana, cineasta y novelista que, como Arnaldo, se quedó para siempre allá.

Cada vez que nos juntábamos, pasábamos horas hablando. Siempre me sorprendió su capacidad de pasar por la criba de la sintaxis una memoria que, en su caso, se empecinaba en juntar cosas de la gente y de la calle como quien enhebra cuentas en un hilo. También su picardía, moderadame­nte oculta detrás de lo que aparentaba ser una inocencia esencial.

Nos vimos por última vez en París, en 2013. Ahí, en el Salón del Libro, me di el gusto de conseguir que él leyera sus poemas en castellano y Marilú Marini lo hiciera en francés. Fue inolvidabl­e. Arnaldo es inolvidabl­e. *Poeta, periodista y traductor.

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