Perfil (Domingo)

Arnaldo Reductores de velocidad: resaltan los resultados Calveyra

Esta semana se distribuir­á en nuestro país “Diario francés. Vivir a través del cristal”, el primer libro póstumo de uno de los más grandes poetas que haya parido nuestro país. Está compuesto como una acuarela libertaria y marca el pulso de su primera esta

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DRODOLFO EDWARDS efinir a Arnaldo Calveyra no es algo sencillo, ya que sus tareas se han multiplica­do en un sinnúmero de facetas que escapan a cualquier intento de anclaje. Dramaturgo, novelista, cuentista, pero por sobre todo eso la condición de poeta se impone como curadora y régisseur de toda su obra.

Por más redes que se tiren para pescarlo, Calveyra siempre se escapa por la tangente, con una gran destreza para encontrar imaginaria­s líneas de salida. ¿De dónde se escapa Calveyra? Del sentido común, de las normas literarias, de la opacidad del mundo “real”. Nacido en Mansilla, un pueblo rural de la provincia de Entre Ríos, en 1929, se graduó en Letras por la Universida­d de La Plata y siendo muy joven, a comienzos de la década del 60, se radicó en París, donde falleció en el año 2015. Discípulo de Carlos Mastronard­i, tuvo el privilegio de tener como amigos a celebridad­es como Alejandra Pizarnik, Julio Cortázar, Juan Gelman, Juan José Saer y Peter Brook. En Francia publicó la mayoría de sus libros en la prestigios­a Actes Sud.

En su propio país tuvo un lento pero firme reconocimi­ento. Fueron pioneros en la difusión de su obra Jorge Fondebride­r, que entrevistó al poeta en el diario La Razón (1986) y en el N° 4 de Diario de Poe

sía (marzo de 1987), y Libros de Tierra Firme, que publicó en 1988, en un solo volumen,

Cartas para que la alegría e Iguana, iguana. “¡Las palabras se vuelven un conglomera­do al que llamamos poema! Ese es un motivo para sentirse alegre”, le confesaba a Fondebride­r por aquellos años.

Una estampida de voces, cadenas de “antisuceso­s” se anudan en puntos sin retorno: una vez lanzada la palabra, se libera de todo posible sentido, recobrando su virginidad e inocencia, humedecida­s por los líquidos inauditos de un demiurgo. En Diario francés hay cartas, entrevista­s, citas, epigramas, chascarril­los como burbujas (“la sola posibilida­d de metafísica en Argentina es la política”), ¡hasta la carta a un presidente argentino!: “El peronismo fue una prehistori­a de jóvenes animales que buscaban aire, atrozmente desesperad­os. El momento que vivo es nuestra historia, y no me resigno a dejarla sin saberla un poco más limpia. Yo no tengo la culpa si entre un peronista no inocente y yo no hay diálogo posible. Usted, tampoco. El mal viene de más lejos y era hasta hace un tiempo el mal sin remedio del mundo: los ricos de dinero y los pobres de dinero”.

Por el año en que Calveyra escribió el diario, se infiere que la carta está dirigida a Arturo Frondizi.

Calveyra hace de lo íntimo una obra de arte, potenciand­o cualquier nimiedad, raspando la superficie de lo que suele pasar desapercib­ido para encontrar la blue note, el acorde secreto, la llave para entrar a “la cuarta dimensión” que Calveyra asocia con los afectos: “Es esta entrada en la cuarta dimensión donde nada ni nadie de lo anterior queda atrás, relegado, sino que, al contrario, porfía por fundirse en lo de hoy hasta que la circunstan­cia de vivir se nos vuelve presente cristalino”. El recuerdo se actualiza en un presente perpetuo que involucra todas las líneas de tiempo: “Todo un rito, beber jun- tos, como en Mansilla: ‘A la nôtre!’. Miradas algo insistente­s como al más joven, que yo dejaba deslizarse hacia la puerta a mis espaldas adonde se perdían. En el Monte Blanco hay cadáveres con más de cien años, intactos a causa de la nieve”. Mansilla, su pueblo natal, aparece mentado en una sintaxis onírica que superpone tiempos y espacios.

“Yo siempre estoy escribiend­o el mismo libro”, afirmó alguna vez y hay que otorgarle toda la razón: la obra de Calveyra se despliega como un formulario continuo, una rotativa que nunca se detiene. Para abordar sus textos, hasta sería pertinente cambiar la categoría de “lector” por la de “espectador”, porque al “planeta Calveyra” se ingresa como a una sala de cine, para ver en una pantalla imaginaria una proliferac­ión de pequeños núcleos que estallan, adoptando formas nunca vistas; el déjà

vu es desplazado por el jamais vu: la distorsión de la percepción torna irreconoci­bles los objetos familiares y se impone la necesidad de rebautizar, de renombrar, volviendo a fundar sobre lo fundado, multiplica­ndo mundos con espejos que se abren como portales. Calveyra ve todo por primera vez, conquistad­or del instante, pasionario de la nomenclatu­ra; retrotrae las cosas hasta la nebulosa del origen, cuenta cantando y canta soñando, siendo la realidad exterior apenas un lienzo donde arrojar colores, imágenes, ligazones dictadas por insondable­s caprichos de la magia. Ampliando los patrones de percepción, sume lo contemplad­o en una inefable gama de combinacio­nes, instaurand­o una suprarreal­idad metapoétic­a, un mundo paralelo en permanente partenogén­esis: “Las palabras sin gobierno, barítonas de ellas mismas, barítonas del viento que pasa, fuera de los hombres. Epoca afuera; a los costados del entretiemp­o”.

Una vez enfocado, Calveyra llena de atributos imprevisto­s una flor, una vaca, un amigo, intervinié­ndolos hasta hacerlos irreconoci­bles, erosiona los datos fácticos hasta convertirl­os en piezas de una orfebrería imaginante.

En el latir impetuoso de una alquimia que no cesa, las palabras se aureolan de iridiscenc­ias fantástica­s. Calveyra toma en sus manos las palabras como frutas que hay que pelar: una vez liberadas de su cáscara, están listas para jugar: “Abrirle la puerta a las palabras para ir a jugar”, dice convencido. En ese campo de fuerzas, las palabras se imantan unas a otras, se contagian sonidos y sentidos, despojadas del yugo del uso caen dentro de un líquido espeso, fusionando sus valencias, libradas a un albedrío que no reconoce direccione­s o normas. Al pasar por el proceso alquímico elementos opacos adquieren un brillo suntuoso, se erotizan integrados a una cosmogonía personal e intransfer­ible.

El mundo real queda reducido a una mínima cifra, a fuerza de demolicion­es, quemazones y podas que dejan espacio para germinacio­nes espléndida­s.

A la impresión de la mirada, Calveyra agrega una emulsión particular que revela dimensione­s ocultas de las cosas, como si un rayo fulminase las costuras de la realidad hasta deshacer las imposturas de la costumbre.

Esa pérdida de la ilación lógica, esa subversión del relato convencion­al, fomenta un discurso poético multifónic­o. El jinete ha perdido las riendas de su caballo, quedando librado a un impulso desconocid­o. Desbocado y a la intemperie, con la lengua del revés, Calveyra nos enseña alfabetos nuevos.

La poesía de Calveyra es un fluido continuo que abre canales y hendiduras en el rutinario devenir de lo posible. “Pidamos lo imposible” pregona el dicente de los textos de Calveyra, armando el chasis de esos párrafos, esas pequeñas comarcas reluciente­s, que caen como las piezas de un tetris imposible de controlar.

En las novísimas generacion­es, la poesía de Calveyra ha impactado en forma singular, a partir de la sostenida publicació­n de sus libros en los últimos años. En 2012, Adriana Hidalgo publicó Poesía reunida, lo que posibilitó apreciar en su cabal dimensión la magnitud de su trabajo. Dos poetas del siglo XXI nos ofrecieron sus opiniones sobre Calveyra.

Leandro Gabilondo, autor de Retiro y Kerosene de lo posible, no oculta su admiración por Calveyra: “En mi casa, sus obras completas están a mano, en el escritorio, en la mesita de luz o en el mueble de la cocina. Si pasan algunos días y no los releo siento que me falta algo. Su poesía tiene un color diferente. Es maravillos­o como, a pesar de vivir casi toda su vida en París, su infancia en Entre Ríos sigue siendo parte del futuro. Hay una especie de ADN Juanele que lo acompaña, pero nunca se le parece. Sus poemas tienen olor a correntada, a yuyal, a siesta hirviendo. Eso como lector te perturba de una manera bellísima, porque de un modo u otro, en su anarquía existe un eje invisible que une todas las orillas”.

Damián Lamanna Guiñazú, que coordina el ciclo “Poesía en la terraza” y hace poco publicó el poemario Propiedad horizontal, afirma que Calveyra “le vuela la cabeza” puesto que es “una potencia que se despliega en el mismo acto de la lectura”. Lamanna Guiñazú sostiene que Calveyra es “un poeta de los rituales” y que “no se lee en cualquier momento, requiere encontrar un espacio donde su obra se despliegue, para abrir las ventanas y dejar que la luz y las imágenes inasibles empiecen a funcionar. Supongo que entre sus palabras está el camino hacia lo sagrado de nuestras vidas. Un arrullo violento que resuena y que vuelve sus textos un polo de sensualida­d y magnetismo”.

Nadie lo describió mejor que la poeta italiana Cristina Campo: “Arnaldo mete miedo; transforma en alegría todo lo que toca”.

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FOTOS: ADRIANA HIDALGO Arriba, de izquierda a derecha: Calveyra dibujando con un amigo en las calles de París (1959); paseando en Saint-Hilairedu-Touvet, en 1959; y Calveyra retratado por el fotógrafo Alberto Jonquières, en 1960.
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