La vida nueva
Los días de Jesús en la escuela
Autor: J.M. Coetzee Género: Novela
Otras obras del autor: El maestro de Petersburgo, Desgracia, Elizabeth Costello, Hombre lento, Diario de un mal año. Editorial: Literatura Random House, $ 249 Traducción: Javier Calvo La primera exigencia que nos impone la lectura de Los días de Jesús en
la escuela, de J.M. Coetzee, es haber leído su novela precedente, La
infancia de Jesús. Luego, imitando el procedimiento formal del autor, sería lícito preguntarse si las dos comparten la condición de relato simbólico: si ambas lo son, o si ninguna de ellas lo es, y aprestarse a un especial estado del espíritu, ya que el texto desconcierta desde el punto ciego del epígrafe ( Don Qui
jote, II, 4: “Algunos dicen: nunca segundas partes fueron buenas”). ¿Alude Coetzee con él a esta novela en comparación con la anterior?, ¿Implica a ambas, confrontadas con la inalcanzable monumentalidad de los Evangelios?, ¿Apunta a lo inasible de una escritura para esa “segunda parte” que venimos a ser los lectores?
La fe y las matemáticas, el arte y las matemáticas, lo improbable ante lo probable, éste parece ser el reto del autor, el enigma en el que nos involucra, su secreta intención. Está, en principio, la cuestión de los nombres en la ficción: David, Simón, la pulsión de ir a la Biblia, al David del Génesis, al Simón que Jesús llamó Pedro y continuar así en una tarea que nos conduciría por caminos sin salida. La trama de Los días de Jesús
en la escuela es –más bien, semeja ser–, sencilla. Simón, Inés, el pequeño David y un perro alsaciano de nombre Bolívar huyen de Novilla en barco y llegan a Estrella. “El esperaba que Estrella fuera más grande”, comienza la novela. El es Simón, quien unas líneas más abajo se preguntará: “¿Acaso será posible empezar una vida nueva en Estrella?”.
Inés y Simón, de quien sabremos que no es el padre de David sino su protector, el que lo lleva a su madre, consiguen trabajo como jornaleros recolectores en una granja. El pequeño David es, en más de un sentido, tirano con Simón, disputa con éste, lo enfrenta. Aunque desconcertado, Simón no claudica en su afán de educarlo, de argumentar ante cada una de las muchas controversias que el pequeño plantea, pero David, con sus incesantes preguntas y sus implacables respuestas, David que habla por medio de parábolas, se muestra por encima de las posibilidades de Simón, de su comprensión y sus conocimientos y, en ocasiones, también de su infinita paciencia. Pronto, otros advertirán en el niño una asombrosa singularidad. Cualquier diálogo entre Simón y David ilustra el duelo: “¿Qué clase de persona quieres ser: la que da o la que recibe?, ¿cuál es mejor?” (pregunta Simón). “La que recibe” (responde David). “¿En serio?, ¿lo crees de verdad?, ¿no es mejor dar que recibir?” (Simón). “Los leones no dan. Los tigres no dan” (David). “¿Y tú quieres ser un tigre?” (Simón). “No quiero ser un tigre. Sólo te lo estoy diciendo. Los tigres no son malos” (David). “Tampoco son buenos. Los tigres no son humanos…” (Simón). “Pues tampoco quiero ser humano” (David)…
La perplejidad de Simón es la del lector. Lo cierto es que a los siete años de David se inician sus días de aprendizaje en la Escuela de Danza a cargo del matrimonio entre la hermosísima bailarina Ana Magdalena y del músico Juan Sebastián Arroyo. Allí David aprenderá la filosofía de los números mediante el baile y entrenará, increíblemente, para bailar el número tres, el siete, el once y será el mejor de la clase, el preferido de Ana Magdalena. La
A través de su elegante y despojada prosa, trasegada por la inteligencia, Coetzee escribe un inquietante y desolador ensayo sobre la condición humana.
tragedia (representada por Dmitri, portero de la Escuela de Danza, amante y finalmente asesino de Ana Magdalena) pone a David frente al conflicto de las pasiones y el pequeño hablará a Simón sobre la indulgencia y el arrepentimiento, el pecado y el perdón, el castigo y la redención, el bien y el mal. A través de su elegante y despojada prosa, trasegada por la inteligencia y la intuición pero, en este libro, sin el menor atisbo de emoción o belleza, Coetzee escribe un inquietante y desolador ensayo sobre la condición humana.