Accidentes
Huna Virgen adentro o la foto del fallecido, velas derretidas dentro de frascos viejos de mermelada, rosarios… Ahora, en vez de los altares el Estado pone un cartel con una estrella amarilla y el nombre de pila del finado. Ni siquiera la dulce y colorida mítica del altar les queda a los pobres muertitos de los accidentes de tránsito. Hace un par de días, volviendo en un micro de larga distancia, recordé que tenía en un pendrive el documental De un segundo a otro, de Herzog, sobre los accidentes provocados por conductores que mandan mensajes de texto mientras manejan. Tal vez dudé un poco: anochecía sobre la ruta, la mayoría de los pasajeros dormían, la película ya iba por su segunda pasada, y se escuchaba apenas la charla de los choferes que tomaban mate y, quizá, mensajeaban a sus casas. Pero enseguida decidí que era un buen sitio para verlo. Es un documental tan tremendo y doloroso que me hubiera gustado que mi compañera de asiento estuviese despierta para mostrárselo, para tener alguien con quien hablar de eso. Uno de los testimonios es de un muchacho que iba texteando y atropelló el carro en el que viajaba una familia amish: el matrimonio y tres hijos –un adolescente y dos nenes chiquitos–. El conductor estaba esperando a su primera hija, que nació unos meses después, y entonces se mensajeaba con su esposa, esos mensajes tontos y cursis que uno cree que no pueden esperar a ser escritos, enviados y leídos por el destinatario. Unos meses después del accidente, el chico que conducía el auto recibió una carta del matrimonio amish, los únicos que sobrevivieron, las cabezas de esa familia desmembrada para siempre. Le decían que esperaban que la carta lo encontrara bien de salud y de ánimo, le decían: sigue mirando hacia arriba, Dios siempre está ahí.