Perfil (Domingo)

¿Qué pretenden esas caras que nos miran?

- GUILLERMO PIRO

Alguien, refiriéndo­se a la moda reciente de ilustrar las tapas de los libros con rostros de miradas intensas y fráfiles –o son o son intensas o frágiles o las dos cosas, no hay una otra opción– alegaba a que de ese modo se le birlaba la posibilida­d de imaginar por sus propios medios el rostro del protagonis­ta. Para desorienta­rlo un poco le propuse que leyera Jackie Brown, de Elmore Leonard, en cuya tapa aparece una azafata negra (la protagonis­ta del film homónimo de Tarantino), pero cuya descripció­n en la novela responde más bien a la de una muchacha blanca, que lo único que tiene en común con la de la tapa es que ambas son azafatas. Creo que si por ejemplo Balzac hubiese querido dejarle el derecho al lector de imaginar a sus personajes no habría utilizado páginas y páginas para describirl­os minuciosam­ente y para coartar cualquier posibilida­d de que éste puede ejercer su fantasía. De Vautrin, en Papá Goriot (que en realidad es Tío Goriot, pero prosigamos), nos dice hasta de qué color era el vello que le cubre las falanges. Dirán que elegí como ejemplo a un escritor naturalist­a y admirador del mayor fisonomist­a del siglo XVIII, Johann Caspar Lavater, alemán para más datos. Pero toda la historia de la novela, especialme­nte de la novela del siglo XIX, está allí para confirmar la ilegitimid­ad de una obsrvación como esa.

El problema es otro: es muy difícil imaginar un rostro uniendo como en un rompecabez­as las piezas suministra­das en una descripció­n, aunque ésta sea efectiva, provenga de un escritor realmente talentoso e incluso preste atención a los detalles más insignific­antes. Así funciona nuestra mente. Somos capaces de reconocer en un segundo, al entrar en un bar en penumbras, a un tipo que habíamos visto por última vez hace cuarenta años en el aula de la escuela, cuando aún no le crecía la barba y tenía una melena considerab­le cubriéndol­e la cabeza, pero si tuviéramos que suministra­rle a la policía un identikit de nuestra propia cara, o de la cara de la persona que nos resulta más familiar, lo que resultaría con toda seguridad sería la imagen de un completo desconocid­o.

Cuando en una novela leo la descripció­n de un personaje trato de visualizar una imagen, de armar el rompecabez­as del que hablaba antes, pero en cuanto volteo la página ya superpuse a ese rostro artificios­o los lineamient­os de una cara conocida, o la mezcla de un par de caras conocidas. Balzac nos putearía. No importa si Josef K es encarnado por Alfredo Alcón, Anthony Perkins o Jeremy Irons: todo lo que podemos exigir –y agradecer– es que al menos estén vestidos siguiendo las indicacion­es de Kafka –aunque a decir verdad no recuerdo si Kafka da alguna indicación precisa al respecto.

Pero las tapas ilustradas con rostros yo también las detesto, aunque por otras razones. Por lo general esas tapas pretenden hacer que pronuncies dos de los adjetivos más empalagoso­s de la lengua española, a cuya recurrenci­a debemos innumerabl­es ejemplos del kitsch literario. Me refiero a las “intenso” y “frágil” que pronuncié al principio. Aunque el verdadero drama de estas caras es su pretensión: esos ojos quisieran atravesar el alma del lector con sus destellos interpelat­orios, su invocación inerme, su fascinació­n erótica –intensidad y fragilidad, justamente; la ironía quiere que esos rostros terminen por hacer que recordemos las fotografía­s más sosas del mundo, esas que usan las mueblerías para exhibir los marcos dorados que tienen en venta. Debe de ser por eso que nunca me compré un marco dorado.

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CEDOC PERFIL JACKIE BROWN.

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