The Cruelty
The Cruelty Scott Bergstrom Sudamericana Novela The Cruelty, su primera novela, ya ha sido vendida a más de 22 países y los derechos cinematográficos han sido comprados por Paramount.
Los chicos están esperando la decapitación. Están sentados, cautivados, como chacales impacientes, a la espera de que caiga la cuchilla. Aunque si se hubieran molestado en leer el libro, sabrían que eso no va a suceder. El libro está a punto de terminar. Como una película con la bobina quemada justo antes de la última escena. O como la vida misma, a decir verdad. Casi nunca ves la cuchilla caer, esa que acaba contigo.
Nuestro profesor, el señor Lawrence, lee con parsimonia, mientras se mesa esa horrible barba de tres pelos que le nace en el labio inferior, al tiempo que camina de un lado para otro. El tenue taconeo de sus pisadas sobre el suelo de linóleo —talón-punta, talón-punta— produce la sensación de que estuviera persiguiendo las palabras para atacarlas por la espalda.
—Como si esa furia cegadora me hubiera dejado limpio, me hubiera despojado de esperanza; por primera vez, en esa noche vívida de señales y estrellas, estaba tumbado con el corazón abierto a la benigna indiferencia del mundo.
Las pisadas se detienen cuando el señor Lawrence llega al pupitre de Luke Bontemp y le estampa el lomo del libro sobre la cabeza. Luke está enviando un mensaje con el teléfono celular e intenta ocultarlo bajo la campera.
—Guárdalo o te lo quito —dice el señor Lawrence.
El teléfono desaparece en el bolsillo de Luke.
—¿De qué cree que habla Camus en este fragmento?
Luke esboza esa sonrisa que lo ha sacado de todos los líos en la vida. «Pobre Luke —pienso—. Hermoso, in- útil, estúpido Luke.» Me enteré de que su tatarabuelo había hecho una fortuna vendiendo petróleo a los alemanes y acero a los ingleses durante la Primera Guerra Mundial, y ningún miembro de su familia había tenido que trabajar desde entonces. Él tampoco tendrá que ha
cerlo, así que ¿de qué le va a servir leer a Camus?
—«La benigna indiferencia del mundo» —repite el señor Lawrence—. ¿Qué cree que es?
Luke toma una buena bocanada de aire. Casi puedo oír el giro de la rueda de hámster que tiene por cerebro, por debajo de su perfecta cabellera.
—Benigno... —contesta Luke—. Un tumor puede ser benigno. A lo mejor Camus está diciendo, bueno, ya sabe, que el mundo es un tumor.
Veintiocho de los veintinueve alumnos de la clase ríen, incluido Luke. Yo soy la única que permanece en silencio. Leí ese libro, El extranjero, cuando tenía catorce años. Pero lo leí en su versión original en francés, y cuando el señor Lawrence escogió una traducción al inglés para nuestra clase de literaturas del mundo no tuve ganas de volver a leerlo. Trata de un tipo llamado Meursault cuya madre muere. Luego mata a un árabe y lo condenan a pena de muerte, a ser decapitado en público. Y fin. Camus no llega a describir la decapitación.
Me vuelvo hacia la ventana, donde todavía repiquetea la lluvia, y su cadencia nos sume a todos los presentes en el aula en una especie de trance somnoliento. Del otro lado de la ventana distingo la silueta de los edificios de la calle Sesenta y tres, con los contornos borrosos y ondulantes por el agua que va cayendo por el cristal, y los veo más como el recuerdo de esos edificios que como las auténticas construcciones.
Aunque estamos comentando la última parte de El extranjero, siempre han sido las frases iniciales del libro las que me han impactado. Aujourd’hui, maman est morte. Ou peut-être hier, je ne sais pas. Quiere decir: «Mi madre ha muerto hoy. O a lo mejor fue ayer, no lo sé». Pero yo sí lo sé. Sé perfectamente cuándo murió mi madre. Hoy hará diez años. Yo solo tenía siete, y estaba presente cuando ocurrió. Evoco ese recuerdo y luego únicamente veo esbozos y fragmentos, momentos por separado. Pocas veces repaso todo el recuerdo de principio a fin. El psicólogo al que iba me decía que eso era normal, que sería más fácil con el tiempo. Pero no ha sido así ¿Qué opina usted, Gwendolyn? — pregunta el señor Lawrence. Oigo su voz. Incluso entiendo la pregunta. Pero mi mente está demasiado lejos para responder. Estoy en la parte trasera del viejo Honda, con los ojos casi cerrados, con la cabeza apoyada sobre el frío cristal de la ventanilla. El ritmo del auto que avanza dando saltos por la calle de tierra de las afueras de Argel hace que me duerma. Entonces oigo el sonido de las ruedas al frenar en seco sobre el camino y a mi madre soltar un suspiro ahogado. Abro los ojos y veo fuego al mirar por el parabrisas delantero. —¡Gwendolyn Bloom! ¡Llamando a Gwendolyn Bloom! Regreso de golpe al presente y me vuelvo hacia el señor Lawrence. Veo que tiene las manos haciendo bocina a ambos lados de la boca, como si tuviera un megáfono. —¡Llamando a Gwendolyn Bloom! —repite—. ¿Puede decirnos qué quiere decir Camus con «benigna indiferencia del mundo»? Aunque una parte de mi mente todavía sigue en los asientos traseros del Honda, empiezo a hablar. Es una respuesta larga y creo que adecuada. Sin embargo, el señor Lawrence se queda mirándome con una leve sonrisa socarrona. Cuando ya llevo unos veinte segundos hablando, oigo que todos los demás están riéndose. —En inglés, por favor — dice el señor Lawrence, y enarca una ceja al mirar al resto de mis compañeros.
Su tatarabuelo había hecho una fortuna vendiendo petróleo a los alemanes y acero a los ingleses