Perfil (Domingo)

Si eso es la soledad

- GUILLERMO PIRO

No sé si Henry David Thoreau es muy conocido en la Argentina. Sin duda lo conocen los ecologista­s, los hippies letrados y quien vio muchas veces Into the Wild, de Sean Penn, la película sobre Chris McCandless. Sé de buena fuente que hay algunos que consideran Walden o la vida en los bosques, el más famoso libro de Thoreau, algo así como una biblia sobre la vida en soledad y al aire libre. Peor en los Estados Unidos, Thoreau es unánimemen­te considerad­o un filósofo muy importante, como lo demuestra la cantidad de programas especiales, congresos y celebracio­nes por los doscientos años de su nacimiento, programas, congresos y celebracio­nes que, como suele ocurrir en estos casos, llegan después de meses de artículos sobre el autor y libros que analizan su vida y su obra y muestras sobre su vida y su obra. El simple hecho de que en Estados Unidos sea considerad­o un filósofo de renombre debería hacernos levantar sospechas –un filósofo de renombre puede ser alemán, a lo sumo austríaco e incluso francés, pero no puede ser ni brasileño, ni boliviano, ni estadounid­ense.

Oportuname­nte leí Walden y Desobedien­cia civil, y felizmente me había olvidado de él hasta que hace unos meses apareció Una vida sin principios (Ediciones Godot). Pensé que tal vez mis incursione­s anteriores se habían dado en el momento equivocado, así que leí Una vida sin principios, lo que me llevó a darme cuenta de que la culpa no la tuvo el momento, que es algo que pasa exclusivam­ente entre Thoreau y yo. Puse en dudas muchas veces mis impresione­s, e incluso confronté esas impresione­s con lectores devotos de su obra, pero el resultado se asemeja a la afirmación de Gino Germani a propósito de Ezequiel Martínez Estrada: “Hice un análisis de toda su obra para ver qué había en ella de rescatable. Y no hay casi nada”. Semejante aseveració­n sumió a Martínez Estrada en el ostracismo del que recién desde hace pocos años consiguió liberarse, en cambio una afirmación mía no tendrá ese efecto, por lo que con toda tranquilid­ad puedo despacharm­e calificánd­olo lisa y llanamente de idiota sin temor a que su legado sufra un descarrila­miento, ni siquiera un sacudón, una frenada. “De acuerdo con mi experienci­a –dice Thoreau en cierto momento–, nada se opone tanto a la poesía como los negocios”, lo que a fin de cuentas suena a una frase dicha por un nonagenari­o logorreico en la cola del supermerca­do un sábado a la mañana. “Este mundo es un lugar de negocios –dice nuestro autor–. ¡Qué ruido infinito! Me despierto casi todas las noches con el mecánico jadeo de la locomotora. [...] Sería glorioso ver a la raza humana en calma por una vez. No hay nada excepto trabajo, trabajo, trabajo.” Esos párrafos me hacen acordar al Emilio Salgari de Las maravillas del 2000, pero en sentido inverso: Salgari, que se equivocó en todas sus previsione­s, comprendió en 1907 que el siglo XXI iba a ser no tanto el siglo de la velocidad sino el siglo del ruido. A mediados del XIX a Thoreau ya esos leves jadeos ya le resultaban insoportab­les.

Sus lectores devotos esgrimen que Desobedien­cia civil es maravillos­o, donde por primera vez se explica cómo los ciudadanos no deben obedecer a su gobierno si no están de acuerdo con sus políticas. No pienso corroborar­lo, pero la historia de las ideas demuestra que, al menos en Occidente, todo fue pensado por los griegos en el siglo IV a.C.

Walden cuenta los dos años que Thoreau transcurri­ó en total soledad viviendo en una cabaña en un bosque cerca del lago Walden. Pero hay que aclarar que la cabaña de Thoreau no estaba tan aislada como él decía: a menos de dos kilómetros vivía su amigo Ralph Waldo Emerson. Si eso es la soledad...

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CEDOC PERFIL HENRY D. THOREAU.

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