Palabras de los 70
Diccionario de una década trágica e intensa
En los 70, la Argentina se volvió loca. Una idea, la de la revolución, se instaló en el imaginario de la época. A partir de la experiencia cubana, se la pensó posible y alcanzable en el corto plazo. Las distintas corrientes políticas actuaron en consecuencia: buena parte de los que la consideraban deseable suspendieron toda consideración ética o política que se interpusiera a ese objetivo: de poco valían los valores liberales y los principios republicanos si estábamos al borde de una era donde todos –opresores y oprimidos– perderíamos definitivamente nuestras cadenas. La violencia pasaba a ser una opción sin reparos, el ejercicio del periodismo sólo tenía sentido si se lo ponía en función de ese objetivo final y la idea de los derechos humanos era una entelequia burguesa sobre la que no se discutía. Para quienes se sentían amenazados por la idea de la revolución, la reacción fue especular: todo estaba en juego y no tenía sentido ponerse límites en defensa de los viejos valores. Los militares no tenían consideraciones republicanas y se sentían legitimados para reemplazar la monótona burocracia de la democracia con órdenes y obediencia, sin reparar en minucias legalistas. Como nunca antes –y la Argentina tenía una larga experiencia en golpes militares– el ejército se decidió por la más marcada ilegalidad, llevando sus recursos a los extremos más salvajes. Jugó el juego de la época pero, disponiendo del aparato estatal, llevó adelante la más cruel masacre política de nuestra historia (…).
Una de las dificultades del debate público en los últimos tiempos fue que cada vez que se cuestionaba el accionar de la guerrilla se frenaba esa línea argumentativa diciendo que era funcional a la teoría de los dos demonios. Quien ejercía algún tipo de crítica a los grupos revolucionarios los ponía a la par de la dictadura y minimizaba el terrorismo de Estado. Quien ese pecado cometía en realidad no quería analizar la conducta de las organizaciones revolucionarias sino simplemente exonerar a las fuerzas armadas. Con esa simple acusación se ha conseguido paralizar cualquier discusión que ponga sobre la mesa acciones de la guerrilla en algún plano de igualdad con la acción represiva de la dictadura. El resultado ha sido una parálisis total y la imposibilidad práctica de discutir libremente cuál fue el aporte de los movimientos revolucionarios a la violencia de la década del 70 y de qué manera fue copartícipe de la situación que provocó el golpe de Estado de 1976. Desde ya que evaluar la acción violenta revolucionaria en el contexto de la época no implica de ninguna manera suavizar, condonar, disimular o igualarla a los horrores de la represión ilegal. Esta aclaración va de suyo y no volverá a aparecer en el libro. Es hora de discutir y mirar a la historia sin miedo, libremente.
Esa restricción impuesta en los últimos tiempos ha dejado a una parte de la población desguarnecida en su pesar. Aquellas víctimas y familiares de las víctimas de la acción guerrillera en la década del 70 sienten que su dolor no puede ser expresado públicamente, que son mal vistos y que no tienen reconocimiento oficial. Empatizar con su duelo inconcluso es una deuda de la sociedad en su conjunto. Héctor Leis, militante montonero que realizó en los últimos años de su vida una profunda autocrítica, sugería un monumento único que recordara sin distinciones a las víctimas de la violencia de los 70 de cualquier lado que ésta haya sido. La prédica de Leis, expresada en dos de sus últimos libros y en la película El diálogo, ni siquiera fue discutida: el rechazo de la izquierda se unió a la desconfianza de la derecha. Este libro de algún modo es un paso en la dirección que él marcaba.
La idea de los derechos humanos era una entelequia burguesa sobre la que no se discutía
ARAMBURAZO
Se trata del episodio fundacional de montoneros: el secuestro y la muerte del general A ramburu, a fines de mayo de 1970. Los hechos son simples: dos jóvenes, haciéndose pasar por militares, ingresan al departamento de A ramburu en Barrio Nor te, lo secuestran y lo llevan junto con otros en una pick-up hasta una estancia en la localidad de Timote, en la provincia de Buenos Aires. Lo tienen encerrado, le hacen una suerte de juicio popular sumario y lo asesinan con varios disparos. Entierran su cuerpo y dan a conocer el hecho al país mediante un comunicado. A los montoneros no
sólo les importaban los hechos sino la lectura que se haría de los mismos. Según su líder, Mario Firmenich, único sobreviviente de aquel episodio: “Nosotros partíamos de la base de que cualquier cosa que dijéramos en los comunicados se iba a distorsionar o sería irrelevante en la prensa, de modo que nos planteamos una acción que pudiera ser comprendida por cualquier peronista aunque no se enterara de lo que nosotros decíamos, que no hiciera falta ningún discurso político para explicar nada”.
CATOLICISMO
Más allá del rol institucional de la Iglesia Católica, vale la pena detenerse en la influencia del catolicismo en buena parte de los grupos que se enfrentaron militarmente en la década del 70. Para el académico italiano Loris Zanatta, la violencia de los 70 se puede describir en buena medida como un enfrentamiento entre dos grupos por la nación católica. Su libro La larga agonía de la nación católica describe con lujo de detalles la idea de que la gran confrontación armada que sacudió a la Argentina en la segunda mitad del siglo XX fue entre dos facciones de un mismo movimiento cultural: católico y fuertemente antiliberal. Desde ya que para desarrollar la idea debe hacer caso omiso de los grupos marxistas, como el Ejército Revolucionario del Pueblo. En todo caso, el libro describe magistralmente la fuerte pulsión católica antiliberal tanto de montoneros y otros grupos insurgentes de raíz peronista y de las Fuerzas Armadas.
DICTADURA
La forma de nombrar al gobierno surgido del golpe de Estado de 1976 fue variando con el sentido común de cada época. En un comienzo, la denominación habitual era el “proceso”, utilizando la primera palabra del pomposo nombre con que la junta militar bautizó a su régimen: Proceso de Reorganización Nacional. Al usar su propia denominación abreviada, se validaba la mirada que los militares tenían sobre ellos mismos. Con el retorno de la democracia se comenzó a referir a ese tiempo como la “dictadura” y, eventualmente, “dictadura militar”.
Esto no sufrió demasiados cambios hasta la llegada del kirchnerismo, y especialmente a partir de la disputa del gobierno contra el Grupo Clarín. Allí se fue imponiendo una ampliación no casual de la fórmula: “Dictadura cívico-militar”.
ESMA
Ubicada en la Avenida del Libertador, a metros de la salida a la zona norte del Gran Buenos Aires, una zona de intenso tránsito, se puede calcular que cientos de miles de personas de clase media pasaron por las puertas de la Escuela de Mecánica de la Armada durante la dictadura. Muy pocos, o ninguno, podían imaginar que detrás de aquellos muros se desarrollaba una de las historias más delirantes y sórdi- das de la época. Como parte de su plan político, el almirante Emilio Eduardo Massera había decidido no sólo convertir el predio en un centro clandestino de detención y exterminio, sino además experimentar con algunos detenidos para “recuperarlos”, intentando hacerlos formar parte de su equipo de trabajo. El proyecto era maquiavélico y demencial, pero permitió que muchos de los secuestrados, que colaboraron con diferente grado de convencimiento y nula posibilidad de elección, salvaran sus vidas.
GUARDERIA
Luego del golpe de 1976, los montoneros que continuaron con su militancia en el exilio encontraron una curiosa solución al dilema de qué hacer con sus hijos mientras ellos peleaban por su causa. Una casa en La Habana, que pasó a conocerse como La Guardería, cobijó a decenas de niños hijos de los montoneros que, en su mayo- ría, formaron parte de las fallidas contraofensivas. La casa estaba protegida por el gobierno cubano pero su control pedagógico y político era llevado a cabo por el militante Edgardo Binstock, acompañado por su mujer, Mónica Pinus de Binstock.
HAGELIN, DAGMAR
El 27 de enero de 1977, la joven sueco-argentina Dagmar Hagelin, de 17 años, fue a la localidad de El Palomar a visitar a su amiga Norma Burgos. Burgos era militante montonera y había sido detenida el día anterior. Su casa fue allanada y se instaló allí un grupo de la marina, ya que tenían la informa- ción de que la visitaría una legendaria dirigente montonera, sobreviviente de la masacre de Trelew: María Antonia Berger. Al llegar la joven sueca, la fisonomía física de Hagelin –ojos claros, cabello rubio– les hizo pensar a los marinos que se trataba de Berger. Le dieron la orden, armas en mano, de detenerse y la joven, aterrada, salió corriendo por la calle. En ese momento el teniente Alfredo Astiz le dio la voz de alto y apuntó. El balazo dio en su cabeza. Herida, fue subida al baúl de un taxi que pasaba por la zona. Desde ese momento no se tuvieron noticias oficiales sobre ella.
LAMBRUSCHINI, PAULA
El 1º de agosto de 1978, en el contexto de una derrota generalizada y la tendencia a apoyarse cada vez más en acciones de tipo terrorista, los montoneros intentaron asesinar al vicealmirante Armando Lambruschini. Para ello colocaron en un departamento, colindante con el del marino y desocupado por reformas, 25 kg de nitroglicerina. A la 1.30 de la mañana detonó el explosivo, que no sólo provocó importantes daños en los dos edificios sino la muerte de cuatro personas: Paula Lambruschini, de 15 años, hija del vicealmirante, un custodio y dos vecinos, uno de los cuales era una señora de 82 años.