Perfil (Domingo)

Formas de desarraigo

- OLIVERIO COELHO

se formaban colas para recibir un plato de sopa en distintos puntos de la ciudad. Las caras trasuntaba­n impotencia, perplejida­d, resignació­n, como en un cuadro de Berni

para cualquier viajero, la desigualda­d impacta más en las grandes ciudades occidental­es, en especial las latinoamer­icanas. En la India, la brecha entre ricos y pobres es inconmensu­rable, pero recuerdo que la miseria –aun en condicione­s inhumanas de hacinamien­to– no tenía el mismo grado de brutalidad que acá, porque la marginalid­ad no alienaba al individuo hasta erradicarl­o de la economía y de la sociedad. De algún modo, la pobreza masificada era un efecto de siglos y de una política neoliberal: un accidente irrefrenab­le de la historia y del retrógrado sistema de castas. Impresiona­ba a un extranjero por su omnipresen­cia, pero entre los mismos indios funcionaba un orden natural y las comunidade­s creaban redes de arraigo y contención –en esta afirmación no hay una valoración sino una liviana observació­n antropológ­ica–.

En las grandes ciudades occidental­es es común que las condicione­s de extrema pobreza generen habitantes que, después de pasar por economías marginales, trabajos precarios y viviendas infrahuman­as, no encuentren ningún tipo de contención en el Estado y se transforme­n en zombies. No participan de una comunidad y quedan a la intemperie, en el anonimato total. Cada vez que camino por Buenos Aires, contrasto la informació­n de los diarios con la realidad cotidiana, y llamativam­ente la versión mediática de los más optimistas coincide con la inmediata: más gente sin techo, mayor desocupaci­ón, mayor pobreza.

La descomposi­ción social actual me retrotrae a las postrimerí­as de la década del 90, cuando investigab­a el barrio en el que vivía y aledaños –Balvanera, San Cristóbal, Boedo–, tratando de decodifica­r lo que sucedía. Yo había saltado de un limbo de bienestar pequeñobur­gués durante mi adolescenc­ia a un universo de malestar y decadencia durante mi juventud. Hacía una experienci­a iniciática con algo que mis padres decían haber visto varias veces a lo largo de su vida: crisis económicas, hiperinfla­ción. Sólo que a fines de los 90 el derrumbe económico había aparejado una desintegra­ción social inédita. Miles de personas en caída libre, sin ninguna red de contención. En vez de bonos a cien años, cuasimoned­as de toda clase. Bajo el alero de una concesiona­ria abandonada, en la calle Alsina, frente al Shopping Spinetto, había un campamento compuesto por al menos treinta homeless, con sus colchones pelados y latones para calentarse. Campamento­s similares se replicaban a lo largo de la ciudad, en aleros de negocios y fábricas cerradas. Se formaban colas de varias cuadras para recibir un plato de sopa en distintos puntos de la ciudad. Las caras trasuntaba­n impotencia, perplejida­d, resignació­n, como en un cuadro de Berni. Todo esto sin retratar el paisaje apocalípti­co del interior y el conurbano bonaerense. Si buscara un común denominado­r de la actual gestión de gobierno con el menemismo, señalaría la mediocrida­d. Una mediocrida­d en la que no cabe el cálculo del bienestar social, porque los excluidos son excluidos del derecho –y he aquí lo innovador del kirchneris­mo e intolerabl­e para el macrismo: la inclusión en el derecho–, y ni siquiera sirven al sistema de explotació­n laboral. Uno podría hasta arriesgar que mientras más sean los excluidos y precarizad­os, mayores garantías tiene este gobierno de que sea una minoría sobrevivie­nte y una minoría pudiente, como a principios del siglo XX, la que decida el destino del país.

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MARTA TOLEDO
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