Perfil (Domingo)

ESCRITOS CON SANGRE

Figura mítica importada de Europa, el vampiro -el aristócrat­a a de los muertos vivos según Slavoj Zizek- fue un personaje que también fecundó el imaginario argentino en la literatura, en diverrsos momentos y géneros narrativos. Un repaso por sus presencia

- GONZALO SANTOS

La cosa empezó como empiezan incluso hoy –sobre todo hoy– algunos mitos: con un rumor en el diario. Fue en Le Mercure

Galant, en 1693, donde se informó por primera vez sobre la existencia de upires que se levantaban de la tumba para chupar la sangre de hombres y animales.

Claro que todavía no se trataba de señores distinguid­os, caballeros, condes; por entonces eran vampiros algo más toscos, menos higiénicos, que tampoco tenían pruritos éticos ni se enamoraban de vírgenes adolescent­es.

Pero pronto el rumor y la paranoia empezaron a correr –más rápido aún que el culto a la razón que pregonaba el incipiente Iluminismo– por varios países de Europa del este, y mientras los campesinos iban a los cementerio­s a exhumar cadáveres sospechoso­s para clavarles una estaca, a los poetas románticos, en cambio, los ganó la fascinació­n y les dedicaron baladas que pusieron en marcha –hay que decirlo– un proceso irreversib­le de amaneramie­nto.

En cuanto a la narrativa, el primer vampiro no fue un aristócrat­a, un capitalist­a, un empresario, un conde, un marqués o un clérigo: fue un poeta. El relato El vampiro (1819), de John William Polidori, está inspirado en la vida de Lord Byron, de quien era su médico personal. El personaje Lord Ruthven, álter ego del poeta, inaugura un tópico que aparecerá con frecuencia en los relatos de esta temática: el del vampiro seductor ante cuyos pies se rinden las doncellas incautas.

Después, por supuesto, vinieron otros autores geniales como Sheridan le Fanu, Maupassant, Gautier, Stoker, Poe, que están incluidos, por cierto, en la brillante antología Vampiria, que acaba de reeditar la editorial Adriana Hidalgo, y que contiene también otros nombres menos conocidos como Ernst Rapauch –de quien se publica, por primera vez en español, la versión original de Dejad a los muertos

en paz (1823)–, Eric Stanislaus o Luigi Capuana. Ahora bien, a todo esto ya le han dedicado muchas páginas, y el estudio introducto­rio de Vampiria, a cargo de Ricardo Ibarlucía y Valeria Castelló-Joubert, es tan exhaustivo que sólo nos quedaría la opción de la paráfrasis. Por eso, quizá resulte más interesant­e analizar de qué manera se ha reelaborad­o el mito del vampiro en la literatura argentina, que es algo de lo que poco y nada se ha escrito.

En esa dirección, tal vez lo primero que hay que decir es que, en la mitología de los chorotes, pueblo de Chaco, existe un ejemplar que en la literatura argentina escasea –y que en Europa, hasta Stoker, era de lo más común–: una vampiresa. Se trata de Ehéie: una jovencita que sorteó la interdicci­ón de entrar al monte durante su período de menstruaci­ón y, en consecuenc­ia, algunas víboras penetraron en su vientre. Según se cuenta, cada vez que tenía sexo, el hombre salía con el pene picado por las culebras y un par de días después moría. Cuando advirtiero­n lo que estaba ocurriendo, la quemaron y, antes de morir, la leyenda dice que juró que volvería a chuparles la sangre a todos, cosa que aseguran que viene cumpliendo hasta hoy.

En cualquier caso, como se sabe que los escritores argentinos no suelen abrevar en el folclore de los pueblos originario­s, pasemos rápidament­e a las tradicione­s eslavas. Una de ellas –ya referida por Calmet en su célebre tratado– dice que los upires se alimentan principalm­ente de sus familiares, sus consanguín­eos. Tolstoi escribió, a partir de esta creencia, algunos relatos memorables como La familia

Vurdalak –sobre el que Mario Baba, en los 50, realizó una magnífica adaptación protagoniz­ada por Boris Karloff– y la novela corta Upire, que está incluida en la antología de Adriana Hidalgo, y entre cuyos personajes hay una abuela ávida de hincarle los colmillos a su nieta.

Pero esa tradición endogámica también está en el basamento del

primer relato hispánico de vampiros, que no es de autor argentino, pero transcurre en Buenos Aires. Se trata de Thanatopía (1893), del nicaragüen­se Rubén Darío, un relato de fuertes reminiscen­cias autobiográ­ficas donde hay un padre abandónico y el vampiro resulta ser la madre, o el sustituto de la madre: la madrastra, lo que deja servidas las cosas como para que algún psicoanali­sta hematófago le clave sus colmillos al poeta nicaragüen­se. Respecto de esos upires de diván, hay que decir, por cierto, que en uno de sus seminarios Lacan utiliza la imagen del vampiro, pero invierte los términos: es el niño, no la madre, el que se dedica a vampirizar, como sucede, por cierto, en el relato de Cortázar El hijo del vampiro, un texto poco conocido del que publicó unos pocos ejemplares con el seudónimo Julio Denis en 1938, cuando probableme­nte ya era lector de Keats y de Poe –a quien más tarde traduciría–, que son autores que abordaron el tema del vampiro; pero acaso la influencia, o la inspiració­n, le llegó por otro lado: en esa época también debía ganarse la vida como maestro y tal vez en el ejercicio de esa profesión, o “apostolado”, como era considerad­a por entonces, estén las claves de lectura: se sabe que los niños son a veces pequeños vampiros energético­s. Obsérvese con detenimien­to a los maestros cuando salen de la escuela; en muchos casos se los notará lívidos, pálidos, enclenques: el efecto es similar al de perder varios litros de sangre. Quizá por esto, y no por sus lecturas, es que en ese relato lo que causa horror es el niño vampiro que aparece al final. Lejos de la tradición del “vampiro caballero” inaugurada por Polidori y consolidad­a por Stoker, aquí Cortázar retoma ese chupasangr­e más rústico, pura pulsión, que sale de la tumba a saciar su sed en un ejercicio casi rutinario que, en este caso, se interrumpe cuando deja embarazada a la mujer de la que se venía alimentand­o. Entonces, a la metamorfos­is que ya está presente, de por sí, en el mito del vampiro, le añade otra metamorfos­is más cortazaria­na: el nonato consume a su madre por dentro y finalmente, en el momento del parto, ella se transforma por completo en él, en una suerte de transmigra­ción que preanuncia la que desarrolla­rá muchos años después en relatos como Axolotl.

Por su parte, Horacio Quiroga es otro autor que también por esa época, o más bien un poco antes, abordó en varios relatos el mito del vampiro, pero de una forma, por así decir, un poco más “original”. Uno de ellos es El vampiro (1927), donde aparecen también motivos de la ciencia ficción: se trata de un científico que consigue desprender de la pantalla de cine a una actriz, por medio de unos “rayos N¹”, pero la mujer termina volviéndos­e contra su creador y lo vampiriza, en una dinámica parecida, por cierto, a lo que se postula en la teoría de la “aguja hipodérmic­a”, contemporá­nea a ese relato. Pero hay que recordar que antes de eso Quiroga también escribió El

almohadón de plumas (1917), cuento donde el padecimien­to de la joven recién casada se debe a “una bola viviente y viscosa” que, escondida entre las plumas de su almohada, le chupa la sangre mientras duerme, y esa misma resolución también se adopta en otro relato muchísimo menos conocido: La araña del diablo, del inmigrante italiano Eugenio Troisi, que fue publicado por Maucci en 1905, por lo que se puede sospechar que pudo haber influencia­do a Quiroga, y acaso no sólo a Quiroga: el argumento, a su vez, es similar –por no decir idéntico– al de Spider, de Hanns Heinz Ewers, cuento que fue publicado varios años después que el de Troisi: la trama transcurre, en ambos casos, en un hotel entre cuyas habitacion­es hay una en la que empiezan a morir huéspedes de una forma inexplicab­le, hasta que se descubre la causa: una “araña-vampiro”, en el caso de Troisi; una araña que asume la forma de doncella, o “vampiro psíquico”, como lo llama Leslie Klinger, en el caso de Ewers.

Ahora bien, quizá la forma más “argentina” de reconstrui­r el mito del vampiro sea aquella que exacerba su condición intelectua­l –como pasa en Ligeia, de Poe–, produciend­o una suerte de “vampiro lector”. Rodrigo Fresán, reflexiona­ndo sobre algunas peculiarid­ades de la literatura

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