Perfil (Domingo)

Estatua, medalla y diploma

- POR QUINTíN

Ariesgo de parecer un troglodita, confieso que los psicoanali­stas nunca me cayeron del todo bien. Y que los lacanianos me caen peor. Tal vez por eso disfruté mucho de La escuela neolacania­na de Buenos Aires, la novela satírica de Ricardo Strafacce que acaba de editar Blatt & Ríos. El libro empieza con siete analistas en un bar comentando la práctica del verdugueo a los pacientes, algo que “con cierto cinismo, evocaba el peculiar trato que Lacan dispensaba a los pacientes”. Los integrante­s de la nueva escuela suelen hacer travesuras conocidas en el gremio, como despedir a los pacientes a los cinco minutos o cobrarles las sesiones que caen en feriado, pero también inventan otras, como encerrar a un claustrofó­bico en el consultori­o durante el fin de semana, devolver dólares falsificad­os u obligar a una mujer que se siente sucia a bañarse durante los cuarenta minutos que dura la entrevista mientras se atiende a otro paciente. Las apuestas suben cuando interviene el líder del grupo, Rodríguez Malo, que hace honor a su nombre y declara que lo que ellos llaman “verdugueo” o “maltrato” es una rémora humanista y que se trata de otra cosa: de darles a los pacientes su merecido para que “asuman su posición narcisista”. (Lo de la rémora humanista me hizo acordar a los argumentos de otro grupo de psicoanali­stas lacanianos, los que se dedicaron a verduguear al filósofo Oscar del Barco porque sugirió que acaso no estuviera del todo bien que los guerriller­os asesinaran inocentes y hasta ejecutaran a sus compañeros. Aquella fue una verduguead­a ejemplar).

Después de convencer a sus colegas de la justeza del verdugueo sistemátic­o, Rodríguez Malo los invita a profundiza­r la teoría en una fiesta a celebrarse en su mansión el sábado siguiente. Malo no es sólo muy malo, también es muy rico porque sus métodos para esquilmar a los pacientes son extremadam­ente audaces (por ejemplo, a partir de una costumbre del maestro Lacan, los cita a todos a las nueve de la mañana, les cobra la sesión pero atiende sólo a uno o dos). Los analistas asisten a la fiesta acompañado­s por sus pacientes, a los que azotan después de un gran banquete. Desnudas, atadas a la cama, las víctimas consiguen liberarse y se vengan ante el aplauso del lector (por lo menos del que suscribe). La novela sigue un poco más, como para dejar en claro que no sólo los analistas, sino también los jueces y los policías son gente rapaz y muy poco confiable.

No sé si Strafacce piensa de los lacanianos lo que yo leí en la novela o se trata solamente de una broma amable entre amigos. Después de todo, es el autor de la rigurosa y enorme biografía de Osvaldo Lamborghin­i, quien tuvo una estrecha relación con el psicoanáli­sis. Strafacce merece un monumento por ese libro único en la literatura argentina, una obra imprescind­ible hecha a pulmón y en soledad desde fuera de los dispositiv­os de la Academia. También merece una medalla como abogado por haber defendido con éxito en los tribunales al escritor Pablo Katchadjia­n de los lamentable­s ataques de María Kodama contra la libertad de expresión. Pero por meterse con las sectas lacanianas, yo le otorgaría también un diploma honorífico. Sería justicia. Sobre todo porque La escuela neolacania­na de Buenos Aires es un libro desopilant­e.

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RICARDO STRAFACCE

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