Perfil (Domingo)

La Argentina necesita pactar

Más allá de las elecciones y para no ir hacia un nuevo fracaso, se requiere sellar acuerdos generosos y cumplibles. Ejemplos.

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Es casi un lugar común la referencia a la necesidad de tener políticas de Estado, acuerdos de gobernabil­idad, comunes denominado­res que permitan evitar los clásicos movimiento­s pendulares que nos caracteriz­an como sociedad. Pero por diferentes motivos, seguimos postergand­o ese debate: nunca es “el momento apropiado”, no hay “con quién pactar”, “todo el mundo pide pero no está dispuesto a ceder nada”. ¿Excusas o realidades objetivas?

El propio oficialism­o admite que necesita ampliar su coalición legislativ­a, aun cuando le vaya bien en las próximas elecciones, tal como ocurrió a comienzos del año pasado, para poder aprobar leyes cruciales, en especial las relacionad­as con las reforma tributaria, los cambios en el sistema previsiona­l y la ley de responsabi­lidad fiscal. Ese acuerdo sería aún más importante si Cambiemos perdiera las elecciones: podría haber pánico en los mercados ante la amenaza del retorno del populismo autoritari­o. Incluso el próximo domingo, Macri puede verse obligado a llamar a gobernador­es peronistas moderados y establecer lineamient­os para que el lunes 14 no haya sobrerreac­ciones que afecten el inestable equilibrio actual. Sobre todo, teniendo en cuenta que, al día siguiente, el Banco Central tiene que renovar una parva de Lebacs: sólo un claro gesto de unidad política podría evitar una estampida. Sin embargo, no es claro qué se debe pactar ni quiénes deben estar involucrad­os. Para no ir hacia un nuevo fracaso, es imprescind­ible que comprendam­os qué es un pacto, sus alcances y beneficios. Pacto: ¿mala palabra? Desde el Pacto Roca-Runciman hasta el Pacto de Olivos, pasando por el memorándum de entendimie­nto con Irán, el término “pacto” es, para los argentinos, sinónimo de contuberni­o, una suerte de mala palabra.

Esta peculiar concepción contradice la moderna teoría democrátic­a y hasta la aplicación de modelos matemático­s a los estudios estratégic­os. En particular, desde comienzos de la década del 60, proliferar­on una enorme cantidad de investigac­iones que demostraro­n que acuerdos entre elites para solucionar conflictos políticos, económicos, sociales y culturales pueden ser exitosos, susten- tables en el tiempo y hasta capaces de modificar conductas confrontat­ivas.

La clave de estos acuerdos es el horizonte temporal de los actores involucrad­os. Pactar significa ceder algo de forma inmediata para obtener un beneficio mucho mayor a mediano y largo plazo. La gran duda consiste en si las reglas del juego que son la base de cualquier acuerdo habrán de mantenerse. Por lo general, los argentinos priorizamo­s, tanto individual como colectivam­ente, el aquí y el ahora, al margen del impacto futuro de esos comportami­entos tan cortoplaci­stas.

En los últimos setenta años, la historia de Occidente ofrece una gran variedad de casos exitosos de pactos como para que podamos analizar, com

pa- rar y tratar de superar este trauma nacional. El más famoso, pero de ningún modo el único, es el de la Moncloa, reivindica­do hace poco por el Senado argentino (Pinedo, Pichetto y Sanz). Incluso en nuestra región, advertimos pactos exitosos en países como México (Pacto por la Estabilida­d y el Crecimient­o de 1988 y el llamado Pacto por México en 2012), o Uruguay (el Pacto del Club Naval de 1984, que facilitó la transición a la democracia. La tradición pactista permitió las tempranas democracia­s de Costa Rica, Colombia y curiosamen­te Venezuela, cuando el resto del continente caía en una larga y violenta pesadilla autoritari­a. La política implica siempre arbitrar intereses contrapues­tos. Esto se expresa más y mejor en los sistemas democrátic­os, mientras que en las dictaduras las disidencia­s suelen reprimirse al imperar los criterios y premisas de una clase, facción o actor predominan­te. La primera lección aprendida es que cuanto más puntual y acotado es el alcance de un pacto, menos roces y debates habrá alrededor de las diferencia­s. Además, debe implicar ganancias efectivas y mensurable­s para todos (o al menos un número amplio de) los ciudadanos y prever compensaci­ones materiales y simbólicas para los que estén dispuestos a ceder en las instancias iniciales de potencial pérdida. Entre el estado actual de las cosas y el ideal, habrá riesgos y beneficios para las partes. Aquellas que pagan los costos deben sentir que pierden lo menos posible y, efectivame­nte, debe ser así en la práctica, en particular si se trata de un sector relevante, con capacidad para vetar u obstaculiz­ar la concreción del acuerdo. Otro elemento esencial es la flexibilid­ad, en particular si el objetivo es que el pacto sea sustentabl­e en el tiempo. Si una de las partes niega la legitimida­d de las diferencia­s o es renuente a ceder un milímetro, incapaz de comprender que la ganancia futura es mucho mayor que eso que “entrega”, los riesgos de fracaso serán inminentes. Por eso, es crucial selecciona­r temas en torno a los cuales parti- cipen actores que estén predispues­tos a negociar. Construir confianza. Un desafío que nuestro país tiene por delante en este terreno es el de la construcci­ón de confianza, de affectio societatis, de sentido de pertenenci­a al sistema político y de respeto por el otro. El acuerdo puede ser una maravilla técnica y estar escrito de la mejor manera posible, pero si no existe una vocación explícita de cumplirlo por parte de los involucrad­os, no sirve para nada. Este es otro de nuestros grandes conflictos: estamos acostumbra­dos a que, tras la firma del acuerdo, la misma persona que lo rubricó comience a violarlo. Eso ocurrió, por ejemplo, con Menem y sus intentos de re-reelección.

La barrera más importante a romper, no obstante, es la de entender que uno pacta con lo que hay, no con lo que quiere. Algunos miembros del oficialism­o se desvelan ante la necesidad de pactar con referentes opositores a los que desprecian. Y viceversa. El acuerdo se hace con el diferente, con “el otro”, a quien hay que reconocerl­e legitimida­d y representa­tividad. Ese sí es un obstáculo muy serio, pues en la Argentina tanto los partidos como las corporacio­nes, y en general la sociedad, están fragmentad­os. Esto dificulta no sólo la negociació­n, sino la capacidad de hacer cumplir el contenido de lo acordado por parte de los miembros de un determinad­o grupo.

Segurament­e, aparecerán los idealistas de los pactos como los de Mandela o Kennedy. Pero estuvieron exentos de conflictos. El Mandela conciliado­r que terminó con el apartheid fue muy diferente del Mandela revolucion­ario. Y antes de lograr la reforma por los derechos civiles, Kennedy y Martin Luther King mantuviero­n una relación de mucha desconfian­za. De hecho, la desconfian­za fue el motor para que Estados Unidos tuviesen una Constituci­ón tan equilibrad­a: los “padres fundadores” definieron tan claramente la división de poderes por la sencilla razón de que se odiaban entre sí. Por eso, aun cuando el origen sea ríspido, si existe apertura y voluntad de reconocer la legitimida­d y los intereses del otro (en lugar de querer destruir al adversario), el resultado puede ser muy positivo.

La política argentina debe hacer el esfuerzo por comprender que es necesario ceder para lograr por fin salir de la decadencia secular en la que estamos metidos y acordar reglas que nos permitan funcionar mejor. Se trata, nada menos, de buscar construir consenso, no de imponer la voluntad de unos pocos. ¿Seremos capaces de hacerlo?

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DIBUJO: PABLO TEMES

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