Perfil (Domingo)

¿Transparen­tes y políticos?

- PATRICIA NIGRO*

Hace pocos años no se hablaba de comunicaci­ón política. Extraño. Porque, ¿qué haría un político si no tuviera las habilidade­s comunicati­vas para persuadir a sus posibles votantes? Políticos hubo siempre, por lo menos, desde la democracia ateniense. Sus oradores, como los romanos, se preparaban con maestros de retórica para componer sus discursos. Aristótele­s, Cicerón, Quintilian­o, fueron semilla de los Duran Barba de hoy.

Tampoco había una noción fuerte del compromiso de los ciudadanos con las decisiones de sus gobiernos. No existían ONG ni asociacion­es para defender a víctimas, a consumidor­es o a los derechos de nadie. No existía Chequeado ni Argentina Debate.

Perón y Evita, Alfonsín, poseían una encendida oratoria. Sin entrenador­es (perdón, coaches) a la medida de cada candidato. Hoy estudiamos la neuropolít­ica o la psicopolít­ica. Es decir que la gente no vota con la razón sino con la emoción. Los especialis­tas en neurocienc­ias afirman que nuestras elecciones se basan en el centro más primitivo del cerebro, donde residen las emociones. Lo racional es la parte más externa. Y, frente al problema de que votamos con el corazón, sugieren un voto emocionalm­ente racional. El doctor López Rosetti, en su libro Emoción y sentimient­os, sostiene: “No somos seres racionales, somos seres emocionale­s que razonan”.

Retomando, podríamos decir que la comunicaci­ón política es la política que usa las ciencias de la comunicaci­ón para aprender a dirigirse a sus destinatar­ios. Como lo decía Aristótele­s, la dialéctica no se basa en el razonamien­to lógico sino en la opinión o creencias del público.

Conocer muy bien al auditorio, ser claro, no incurrir en falacias (esos razonamien­tos incorrecto­s que tanto seducen), organizar con orden el texto escrito u oral, saber nítidament­e cuál es el objetivo de nuestro mensaje, tener presente la situación comunicati­va (dónde estamos, con quiénes) formarían parte del bagaje mínimo de un político que quiera comunicars­e con eficiencia.

Pero eso no alcanza. Hoy, las ONG, las asociacion­es de fact-checking (o sea los que controlan cuántas mentiras dicen los políticos), los analistas de la posverdad, los medios prestigios­os, las grandes redes sociales, la insistenci­a en enseñar lectura crítica de los diarios (lo que los estadounid­enses llaman como novedad news literacy –aunque la educación en medios nació en los años 60–), todos intentan perseguir y alcanzar el objetivo de la transparen­cia.

Pedir transparen­cia a los políticos, a los funcionari­os, a los empresario­s, a los sindicalis­tas, ¿supone que estamos en el terreno de la utopía? ¿Es tan difícil erradicar la corrupción “estructura­l” (los políticos son adictos a estas palabras vacías)? ¿Nadie les enseñó qué es la ética? ¿No saben distinguir el bien del mal? ¿Terminarem­os, como decía Discépolo, “en un mismo lodo, todos manoseados”?

No necesitamo­s creer, necesitamo­s actuar. Exigir, demandar, para que las manzanas podridas que destruyen y destruyero­n nuestro país no sigan jurando que Dios y la patria se lo demanden. Porque Dios demanda muy tarde y la patria somos nosotros. Nosotros somos los demandante­s. Nosotros, los que trabajamos para el bien de nuestros hijos y nietos. Nosotros, que rechazamos de plano a ladrones y a asesinos, a mentirosos insolentes. Nosotros, seres emocionale­s que razonamos, queremos la verdad.

Exigimos políticos transparen­tes, funcionari­os que rindan cuentas de sus actos, como dice nuestra Constituci­ón. Queremos el país que construimo­s todos los días con trabajo honesto y que unos cuantos delincuent­es desfalcan y empobrecen.

No permitamos que nos dirijan inmorales. No hay política sin transparen­cia, no hay política sin moral. Es posible una ética de la comunicaci­ón para los políticos, de modo tal que lo que dicen hoy sea lo que hagan mañana y que sus actos conlleven consecuenc­ias. Que tengan bien en claro que el pueblo sí sabe de qué se trata. *Profesora de la Facultad de Comunicaci­ón de la Universida­d Austral.

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