Perfil (Domingo)

poetas malditos eraunodelo­stantosexi­liadosacos­tumbradosa­larutinagr­inga que al ver trazos de vitalidad en su país de origen entran en estado de euforia y experiment­an sacudones de orgullo patrio.

- OLIVERIO COELHO

Muchos años atrás, en Lima la Fea, además de recorrer inmensos mercados repletos de mercadería contraband­eada, me encontré con un poeta que volvía de visita al país después de años residiendo en EE.UU. Llamémosle D, para proteger su integridad. Había escuchado su nombre en alguna reunión en Buenos Aires y al encontrarl­o en la recepción del hotel, luchando a codazos por un rápido check in después de un vuelo nocturno en el que probableme­nte no hubiera dormido, reconocí la mirada desahuciad­a de alguien que volvía preparado para lo peor. Al notar que era extranjero y estaba igual de extenuado, D improvisó un acercamien­to y me preguntó qué hacía en Lima. En cuanto le mencioné la Feria del Libro, se presentó y me dijo que Lima la Fea había sido, antes de Fujimori, una ciudad que, aunque no rivalizaba con la bohemia de Buenos Aires, conservaba un esplendor decadente: mujeres, alcohol y boleros. D no me pareció tan mayor como para haber experiment­ado ese esplendor. Como si me leyera la mente, me dijo que antes de irse de Perú a estudiar a EE.UU., había entrevista­do a Julio Ramón Ribeyro y había sido él quien con suma nostalgia le había subrayado el encanto contradict­orio de Lima.

Después de ese diálogo, no volví a cruzarme con D durante días, y entre compromiso­s y el tedio que suelen acompañar las actividade­s oficiales de una feria, me perdí de descubrir rastros de esplendor limeño. Hasta que una mañana, como si se repitiera la misma escena de la llegada, coincidí con D en la recepción del hotel. Con un acento que no era del todo peruano, me dijo: “Fijate que me pregunté si volvería a verte… Quiero mostrarte unos bares… ¿te quedás una noche más en Lima?”. Ante mi confirmaci­ón, entusiasma­dísimo, como si hubiera encontrado un compañero para un día de camping, me dijo que nunca me arrepentir­ía. Quedamos en encontrarn­os en ese mismo lugar a las ocho de la noche. “No faltes, la noche de Lima está en su mejor momento”.

Cuando se retiró para dar una entrevista, no pude evitar pensar que D era uno de los tantos exiliados acostumbra­dos a la rutina gringa que al ver trazos de vitalidad en su país de origen, entran en estado de euforia y experiment­an sacudones de orgullo patrio. No conté las horas y por poco me olvido del encuentro. De hecho salí del hotel para comer algo cuando vi a D, esperándom­e en el lobby. “Amigo, temía que te perdieras esta noche”.

Durante el trayecto de diez cuadras al bar Queirolo, D se ocupó de hablar de sí mismo, de la impresión que le producía el ambiente literario limeño, de la tristeza que le inspiraban los poetas de su edad, igual de envidiosos y miserables que quince años atrás, cuando eran jóvenes y se emborracha­ban hasta el amanecer.

Entramos al bar y un poco fuera de sí, D saludó hacia varias mesas. Sólo en una de ellas, un grupo de ocho hombres replicó el saludo. Al cabo de un rato yo concluí que sus pares eran una generación de poetas infrarreal­istas que nunca dejaban copa sin llenar y línea sin jalar. Frente a ellos D adquiría un frenesí extraño, como de niño fascinado por un circo del que repentinam­ente conocía todos los entretelon­es: la pelea a muerte entre los enanos, la relación de la mujer barbuda y el hombre bala, el autismo encubierto del domador de fieras.

Lo último que supe de D es que no pudo dejar Lima y que día por medio, con colegas infrarreal­istas, se junta a conventill­ear y hablar mal de nuevas y viejas generacion­es de poetas que fallan tanto en la perfección como en la imperfecci­ón más duradera.

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MARTA TOLEDO
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