M2ESES Algo aprendieron
El Gobierno aprendió que el tiempo político tiene una marcha independiente de los deseos, de las promesas e, incluso, de los resultados de las acciones. En enero de 2016, cuando Macri se paseaba por Davos, él y sus acompañantes pensaron y dijeron que las cosas irían rápido. Se repetía que los capitales llegarían pronto, que la reactivación mágicamente se volcaría en los negocios locales y, por supuesto, que la felicidad prometida en los discursos de campaña iba a ser un luminoso río en el cual todos, a corto plazo, nos íbamos a zambullir. Davos fue un momento cumbre de la ensoñación macrista y contagió incluso al periodismo. Nada más agradable que pensar que somos ciudadanos de un país al que todos consideran importante y destinado a un gran futuro. Desde entonces, el síndrome de Davos se repitió en los viajes de Macri al exterior. Allí donde fuera, invariablemente le decían que éramos un gran país. Nadie se preocupó por aclarar que esas frases de cortesía deben ser enmarcadas en lo que son: modales gentiles con el visitante.
El “pensamiento deseante” se convirtió en principio epistemológico del Gobierno. Es cierto que para gobernar se precisa una cuota de optimismo voluntarista, sin el cual las dificultades pueden parecer obstáculos insuperables. Pero el optimismo racional está lejos de un discurso político embelesado con sus propios deseos y la engañifa de lo que difunde como propaganda (en el caso: millones invertidos en pintura amarilla). Después de casi dos años de gobierno, es inconveniente repetir que el Presidente desea hacer realidad los sueños de los argentinos. Parece una ironía ejercida especialmente sobre los pobres y los desocupados, que no tienen otro sueño que el de la supervivencia en condiciones de vida precaria. La asignación universal no alcanza (me dice un dirigente territorial), porque de los barrios han desaparecido las changas. Los sueños también tienen un indeleble sello de clase (para decirlo con una vieja fórmula). Quien no ha sufrido esos límites tiene que tener imaginación moral. La política ha sido el impulso de esa imaginación.
Es poco importante decidir si Macri y sus disciplinados ejecutantes del “equipo” dicen sólo lo que pueden o si limitan sus palabras porque juzgan que hay que decir sólo lo que la “gente” está en condiciones de comprender lisa y llanamente. Si fuera lo primero (apenas si pueden decir lo que dicen), estaríamos gobernados por un “equipo” y un jefe que acrecentaron su capacidad ejecutiva, sin refinar un pensamiento que tiene en el centro sus deseos y sus intereses. Dicen poco, porque su espontaneidad ideológica es un obstáculo para un discurso más detallado. Y llamo espontaneidad a algo que nos gobierna más allá del razonamiento explícito: el inconsciente social, cultural y político, que cambia sólo por un largo trabajo intelectual (o religioso, o una larga praxis).
Si fuera lo segundo (discurrir de manera aplanada y simplista), el equipo de Macri considera que la política no es, como dijo Carrió en su noche de reciente gloria, una pedagogía, sino un seg uidismo que se atiene a los límites más estrictos de sus votantes. Esta concepción pasa por alto el derecho ciudadano a escuchar todo y, después, ver qué entiende, qué le interesa, qué lo deja completamente indiferente. Esta concepción corta un derecho a la información y a la transparencia. Se repite lo de Menem: “Si les digo lo que voy a hacer, no me votan”. Macri, a su turno, deja entrever: “Si les digo lo que pienso, dejo de ser el afable cincuentón, de corazón sensible, y me convierto en un calculador mariscal del capitalismo”.
Macri tiene el doble discurso que caracteriza a quienes no se interesaron nunca por el funcionamiento democrático de la palabra y la acción, tejido