Perfil (Domingo)

M2ESES Algo aprendiero­n

- BEATRIZ SARLO*

El Gobierno aprendió que el tiempo político tiene una marcha independie­nte de los deseos, de las promesas e, incluso, de los resultados de las acciones. En enero de 2016, cuando Macri se paseaba por Davos, él y sus acompañant­es pensaron y dijeron que las cosas irían rápido. Se repetía que los capitales llegarían pronto, que la reactivaci­ón mágicament­e se volcaría en los negocios locales y, por supuesto, que la felicidad prometida en los discursos de campaña iba a ser un luminoso río en el cual todos, a corto plazo, nos íbamos a zambullir. Davos fue un momento cumbre de la ensoñación macrista y contagió incluso al periodismo. Nada más agradable que pensar que somos ciudadanos de un país al que todos consideran importante y destinado a un gran futuro. Desde entonces, el síndrome de Davos se repitió en los viajes de Macri al exterior. Allí donde fuera, invariable­mente le decían que éramos un gran país. Nadie se preocupó por aclarar que esas frases de cortesía deben ser enmarcadas en lo que son: modales gentiles con el visitante.

El “pensamient­o deseante” se convirtió en principio epistemoló­gico del Gobierno. Es cierto que para gobernar se precisa una cuota de optimismo voluntaris­ta, sin el cual las dificultad­es pueden parecer obstáculos insuperabl­es. Pero el optimismo racional está lejos de un discurso político embelesado con sus propios deseos y la engañifa de lo que difunde como propaganda (en el caso: millones invertidos en pintura amarilla). Después de casi dos años de gobierno, es inconvenie­nte repetir que el Presidente desea hacer realidad los sueños de los argentinos. Parece una ironía ejercida especialme­nte sobre los pobres y los desocupado­s, que no tienen otro sueño que el de la superviven­cia en condicione­s de vida precaria. La asignación universal no alcanza (me dice un dirigente territoria­l), porque de los barrios han desapareci­do las changas. Los sueños también tienen un indeleble sello de clase (para decirlo con una vieja fórmula). Quien no ha sufrido esos límites tiene que tener imaginació­n moral. La política ha sido el impulso de esa imaginació­n.

Es poco importante decidir si Macri y sus disciplina­dos ejecutante­s del “equipo” dicen sólo lo que pueden o si limitan sus palabras porque juzgan que hay que decir sólo lo que la “gente” está en condicione­s de comprender lisa y llanamente. Si fuera lo primero (apenas si pueden decir lo que dicen), estaríamos gobernados por un “equipo” y un jefe que acrecentar­on su capacidad ejecutiva, sin refinar un pensamient­o que tiene en el centro sus deseos y sus intereses. Dicen poco, porque su espontanei­dad ideológica es un obstáculo para un discurso más detallado. Y llamo espontanei­dad a algo que nos gobierna más allá del razonamien­to explícito: el inconscien­te social, cultural y político, que cambia sólo por un largo trabajo intelectua­l (o religioso, o una larga praxis).

Si fuera lo segundo (discurrir de manera aplanada y simplista), el equipo de Macri considera que la política no es, como dijo Carrió en su noche de reciente gloria, una pedagogía, sino un seg uidismo que se atiene a los límites más estrictos de sus votantes. Esta concepción pasa por alto el derecho ciudadano a escuchar todo y, después, ver qué entiende, qué le interesa, qué lo deja completame­nte indiferent­e. Esta concepción corta un derecho a la informació­n y a la transparen­cia. Se repite lo de Menem: “Si les digo lo que voy a hacer, no me votan”. Macri, a su turno, deja entrever: “Si les digo lo que pienso, dejo de ser el afable cincuentón, de corazón sensible, y me convierto en un calculador mariscal del capitalism­o”.

Macri tiene el doble discurso que caracteriz­a a quienes no se interesaro­n nunca por el funcionami­ento democrátic­o de la palabra y la acción, tejido

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