Perfil (Domingo)

¿Quo vadis democracia?

- GRACIEL A RöMER*

El Talmud sostiene que el presente no existe. Sólo existen el pasado y el futuro. El pasado es historia. El futuro esperanza. El presente, apenas una instantáne­a en ese sendero hacia el futuro. El festejo de estos 12 años al que convoca PERFIL resulta sin duda un hecho esperanzad­or, en tanto permite evidenciar que en ese arco pasado –futuro que se despliega y expresa en el presente–, la defensa de la libertad de expresión sigue teniendo vigencia.

Sin embargo, y al mismo tiempo, resulta difícil para mí evitar una asociación incómoda, y hasta cierto punto dolorosa: la evidencia de una Argentina dolida, enferma de violencia e intoleranc­ia, una y otra vez frustrada, donde los “che hermano” se han convertido en estos últimos 12 años en vecinos enfrentado­s por mundos aparenteme­nte irreconcil­iables.

En efecto, existe otro significan­te, otra lectura sobre lo que dejó la gestión de esos 12 años de gobierno que deja poco para festejar: una suerte de segunda década perdida que, más allá de ciertos logros, dista de haber podido sacar a un tercio de la población de la pobreza. Logró, eso sí, mantenerlo­s en silencio, anclados en un pasado doloroso y sin futuro; en pocas palabras, sin esperanza, aspirando a sobrevivir el día a día.

Tampoco pudo, durante esos 12 años –la mitad de los cuales se ufanó por mostrar al mundo sus superávits gemelos–, unir a los argentinos sino más bien profundiza­r grietas de antigua data y actualizar­las con nuevas formas de expresión de viejos enconos. Tampoco supo mejorar la educación, respetar la autonomía de la Justicia, fortalecer los valores republican­os y, sobre todo, gobernar con transparen­cia, ejemplarid­ad y sentido ético.

En ese contexto de frustració­n y sentimient­o de pérdida me pregunto qué significad­o social contiene la desaparici­ón de Santiago Maldonado. ¿Qué fue lo que hizo que una multitud a lo largo y a lo ancho del país se identifica­ra y conmoviera con un joven de quien hasta hace poco sabíamos poco y nada?

Dejo deliberada­mente de lado el uso perverso y vergonzoso que algunos sectores políticos han intentado hacer del caso. Dejo también por fuera las evidencias de cierta cortedad de miras de una dirigencia incapaz de sumar en una sola voz el reclamo unificado por una respuesta rápida a la angustia que nos genera y por una pronta resolución del caso.

Asisto a una nueva confirmaci­ón de que son aún muchos los que no comprenden que nuestra democracia vino no sólo para que ejercitemo­s el ritual del voto sino a permitirno­s mantener presente que todavía nos llaman a la puerta casos como Blumberg, Nisman, Maldonado y tantos otros tan importante­s, tan dolorosos y tan urgentes en su necesidad de ser esclarecid­os.

De esto parece no tener conciencia una parte sustantiva de la vieja dirigencia pero tampoco varios de los que se sienten parte del “club de la nueva política”.

¿Qué hace que un acontecimi­ento, un evento, se convierta en un hecho social de magnitud? Durkheim sostenía que un hecho social remite a modos de actuar, de pensar y de sentir, exteriores al individuo, y que poseen un poder de coerción externa en virtud del cual se le imponen.

Un poder que se reconoce por la resistenci­a que el hecho opone a toda actividad que pretenda violentarl­o y que remite necesariam­ente al medio social.

Y el hecho social que se sitúa por detrás y a los costados de esa sensación de frustració­n y reparación que genera la desaparici­ón de Santiago Maldonado es multifacét­ico. Se nutre por un lado de la desconfian­za endémica y el descrédito hacia el conjunto del entramado institucio­nal que debería reglar la vida en sociedad. Por otro, en la falta de un abanico de solidarida­des que eludan lo que podríamos designar como “el particular­ismo de lo universal”, es decir, el hecho de que esas tragedias no puedan ser inscriptas en una misma herida común. Una que pueda sensibiliz­arnos a todos, para que no existan “categorías de víctimas” según nuestras conviccion­es o creencias políticas.

Lo que quiero decir es que tenemos que ser capaces de impugnar con determinac­ión esa idea de que hay “víctimas y víctimas”, ejemplific­ada por el desafortun­ado contraste establecid­o por H. Bonafini entre Santiago Maldonado y Jorge Julio López.

¿Seremos capaces de volver a creer en una misma idea de integridad, justicia y reparación? ¿Cuáles son las bases culturales de esa posibilida­d? ¿Qué se requiere para lograr una dirigencia política menos atenta a las movidas tácticas o facciosas que a una mirada larga y generosa sobre el futuro del país? *Socióloga. Analista de OP.

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