Perfil (Domingo)

‘Rumbo al Mar Blanco’

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Los dos universita­rios contemplab­an la vieja ciudad inglesa desde lo alto de Castle Hill. Subidos al montículo de hierba que hay frente a la prisión, hasta los tejados más altos de Cambridge quedaban a sus pies; las calles presentaba­n un aspecto impoluto y desértico a la luz vespertina del invierno mientras una neblina solar se derramaba en cascadas hasta la lejanía entre muros, torres y terrazas. Desde la estación, que nunca reposaba, un viento bronco les llevaba el fragor de las locomotora­s cuando éstas arrancaban para cambiar de vía los somnolient­os vagones; de cuando en cuando, sin embargo, cesaba el estrépito ferroviari­o dando paso a las voces de los remeros en el río o al cañonazo del tráfico, que subía de volumen con la misma presteza con que los otros ruidos se apagaban. A oídos de los hermanos llegaban los gritos de ánimo de un partido de fútbol o el súbito bullicio de las zanfoñas en la explanada de la feria: pero estos cúmulos de sonidos, cada uno un hola y un adiós procedente de su propia objetivida­d, se desvanecía­n casi al tomar cuerpo, como el gruñido de los aviones que velozmente se disipa hasta convertirs­e en un suspiro dentro del vendaval.

De pie junto al poste que señalaba el lugar del último ahorcamien­to en el montículo, con el pelo clarísimo al aire, tenían los ojos brillantes por el sol y el viento aunque la desesperac­ión les pisara los talones, y como dos náufragos en una balsa se los protegían contra alguna esperanza que se esfumaba ante un mundo plano, mientras a su alrededor rompía el oleaje y los rociaba no de mar, sino de polvo y paja. Para Sigbjørn, el más joven, el sollozo del viento en torno a la prisión sonaba igual que el viento en las jarcias de un barco; le parecía escuchar en el aire los hilos telegráfic­os repitiendo el lamento fúnebre de la antena de radio en la Bahía de Bengala, y el golpeteo de algún postigo flojo bien habría podido ser el crujido de las tracas de un barco que se bamboleara en una fuerte marejada; pero, si bien volvía a sentir esa particular angustia del mar, él, que había sido marinero, detectaba también dentro de sí, por primera vez en varias semanas ahora que Tor había vuelto de una breve estancia en Londres, el cisma que los separaba y, con cierto narcisismo, el ir y venir de la marea de los muy diversos sentimient­os del otro.

Y es que entre estos dos hermanos había una marcada disparidad alquímica. De hecho, desde el accidente que habían sufrido durante su infancia en Noruega nunca se habían sentido tan próximos en espíritu como ahora. Hacía sólo seis semanas que el Thorstein, uno de los barcos de su padre, se había hundido frente a las costas de Montserrat con gran pérdida de vidas humanas. Desde aquel momento, durante el transcurso de la investigac­ión y el consiguien­te oprobio público, habían sido inseparabl­es pese a sus diferencia­s previas. Extraído de (Malpaso, 2017).

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