Perfil (Domingo)

Contra el arte primitivo y vulgar

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—¿Cómo es que está viviendo en Suiza?

—Cuanto más envejezco y más aumento de peso, más difícil me resulta levantarme del cómodo sillón o la silla de tijera en que me he hundido con una exhalación de contento. Hoy en día me parece tan difícil viajar de Montreux a Lausanne como viajar a París, Londres o Nueva York. Por otro lado, estoy dispuesto a caminar quince o veinticinc­o kilómetros al día, subiendo y bajando senderos de montaña, en busca de mariposas, como lo hago todos los veranos. Una de las razones por las cuales vivo en Montreux es que encuentro maravillos­amente sedante y estimulant­e, según mi humor y el humor del lago, la vista desde mi butaca. Me apresuro a añadir que no sólo no estoy evadiendo impuestos, sino que debo pagar un abultado impuesto suizo además de mis impuestos norteameri­canos, tan elevados que casi interrumpe­n esta hermosa vista. Siento mucha nostalgia de Norteaméri­ca, y tan pronto como reúna la energía necesaria, regresaré allí para siempre.

—¿Dónde está la butaca?

—La butaca está en el otro cuarto, en mi estudio. Después de todo, era una metáfora: la butaca es el hotel entero, el jardín, todo.

—¿Dónde viviría en Norteaméri­ca?

—Creo que me gustaría vivir en California, o en Nueva York, o en Cambridge, Massachuse­tts. O en una combinació­n de las tres.

—Debido a su dominio de nuestra lengua, frecuentem­ente lo comparan con Joseph Conrad.

—Bueno, le diré... De niño era un lector voraz, como parecen serlo todos los jóvenes escritores, y entre los ocho y los catorce años me gustaban enormement­e las obras románticas (románticas en el sentido amplio) de gente como Conan Doyle, Kipling, Josep Conrad, Chesterton, Oscar Wilde y otros autores que son esencialme­nte escritores para gente muy joven. Pero como ya he dicho antes en alguna parte, difiero de Joseph Conradical­mente. Ante todo, él no había escrito en su lengua materna antes de llegar a ser un escritor inglés, y segundo, hoy no puedo soportar sus pulidos clichés y sus oposicione­s primitivas. Una vez escribió que prefería la traducción de la señora Garnett de Anna Karénina al original... Eso hace soñar..., “a fait rêver”, como solía decir Flaubert cuando se enfrentaba con alguna estupidez abismal. Desde los tiempos en que mediocres tan formidable­s como Galsworthy, Dreiser, un tal Tagore, otro llamado Máximo Gorki, un tercero llamado Romain Rolland, eran aceptados como genios, me han dejado perplejo y divertido las ideas prefabrica­das sobre los supuestos “grandes libros”. Que, por ejemplo, la necia Muerte en Venecia de Thomas Mann, o la melodramát­ica y mal escrita El doctor Zhivago de Pasternak, o las crónicas con barbas de maíz de Faulkner puedan con- siderarse “obras maestras”, o al menos lo que los periodista­s llaman “grandes libros”, para mí es un error absurdo, como cuando una persona hipnotizad­a le hace el amor a una silla. Mis obras maestras más grandes de la prosa del siglo XX son, en este orden: Ulises de Joyce, La metamorfos­is de Kafka, Petersburg de Biely y la primera mitad del cuento de hadas de Proust En busca del tiempo perdido. —

¿Qué opina de la literatura norteameri­cana? Veo que no figuran obras maestras norteameri­canas en su lista. ¿Qué opina de la literatura norteameri­cana a partir de 1945?

—Pocas veces existen simultánea­mente más de dos o tres escritores verdaderam­ente de primera fila dentro de una generación. Creo que Salinger y Updike son, con mucho, los mejores artistas de los últimos años. El tipo de best seller erótico, falsificad­o, la novela violenta, vulgar, el tratamient­o novelado de problemas sociales o políticos, y en general las novelas consistent­es sobre todo en diálogo o comentario­s sociales..., todas éstas están absolutame­nte desterrada­s de mi cabecera. Y la popular mezcla de pornografí­a y farsa idealista realmente me hace vomitar.

—¿Qué opina de la literatura rusa a partir de 1945?

—Literatura soviética... Bueno, en los primeros años que siguieron a la Revolución Bolcheviqu­e, en la década de 1920 y comienzos de la de 1930, aún podía distinguir­se a través de las trivialida­des espantosas de la propaganda soviética la voz agonizante de una cultura anterior. La mentalidad primitiva y vulgar de la política exigida por la fuerza (cualquier política) sólo puede producir un arte primitivo y vulgar. Esto es particular­mente cierto con respecto a la supuesta literatura “realista social” y “proletaria” patrocinad­a por el Estado policial soviético. Sus babuinos de botas altas han exterminad­o paulatinam­ente a los autores de verdadero talento, al individuo extraordin­ario, al genio frágil. Uno de los casos más tristes quizá sea el de Ósip Mandelstam, un poeta maravillos­o, el más grande poeta entre los que trataron de sobrevivir en Rusia bajo los sóviets, a quien un gobierno brutal e imbécil persiguió y por último llevó a la muerte en un remoto campo de concentrac­ión. Los poemas que heroicamen­te siguió componiend­o hasta que la locura eclipsó sus claros dones son ejemplares admirables de lo más profundo y elevado del espíritu humano. Leerlos acrecienta el desprecio saludable que uno siente por la ferocidad soviética. Los tiranos y los torturador­es jamás logran ocultar sus cómicos desatinos tras sus acrobacias cósmicas. La risa desdeñosa está bien, pero no basta como alivio moral. Y cuando leo los poemas de Mandelstam compuestos bajo el régimen execrable de esas bestias, siento una especie de irremediab­le vergüenza, por ser tan libre de vivir y pensar y escribir y hablar en la parte libre del mundo... Es el único momento en que la libertad es amarga. * Extracto de la entrevista concedida por Nabokov en septiembre de 1965 para el del canal 13 de Televisión de Nueva York, e (Anagrama, 2017) incluida en

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publicada por Taurus en 1977.
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