Un estratega argumental
La expresión artística y la religión son campos que siempre estuvieron intrínsecamente relacionados. Pero no sólo en la faz propagandística del arte (la pintura, la arquitectura y la literatura al servicio de la trasmisión de ideas doctrinarias diversas) sino también como cercanas experiencias con el lenguaje: la religión y el arte como una forma de bucear en las zonas donde el lenguaje parece no encontrar palabras para decir lo que quiere decir de todos modos. Digamos que a partir de la modernidad la institución religiosa y la expresión artística comenzaron a pensarse como realidades separadas, y hasta opuestas. A partir de esto se entiende la aclaración de la introducción: “Es atinado considerarlos [a los cuentos] religiosos si por ello entendemos los misterios, la sensibilidad y los interrogantes que el sentimiento religioso expresa y acaso crea”.
La selección de autores, sin embargo, parece contradecir esta visión: son todos varones, casi todos de las literaturas centrales, y casi todos con algún tipo de relación con las religiones establecidas: Graham Green, Nathaniel Hawthorne, Augusto Monterroso, Juan Rulfo, Marcel Schwob, León Tolstoi, Léon Bloy, James Joyce, Péguy, G.K. Chesterton, Anton Chéjov y Ray Bradbury.
Por cierto, esta selección asegura un piso de calidad alto al precio de silenciar otros riesgos estéticos o políticos. Por otro lad, la ausencia de toda referencia crítica (no hay ningún tipo de nota biográfica, glosario bibliográfico o epílogo de reflexión) acentúa más todavía la impresión ideológica que el libro nos deja como lectores: salvo algunos pocos autores reconocidos por el Primer Mundo (Augusto Monterroso y Juan Rulfo) y la ausencia total de alguna voz femenina, parece que otras expresiones literarias no tuvieran nada que decir sobre el tópico y, lo que resulta más decepcionante, como si no hubiera nada nuevo bajo el sol que mostrar a los mismos geniales autores que han escrito sobre religión en Occidente. Refugiados en alguna caverna de esta época de posverdad, podemos afirmar sin vergüenza que los escritores japoneses siempre han hecho gala de buen humor. Esto y una gran admiración por las novelas de misterio explica que el escritor y crítico literario Taro Hirai (1894-1965) sea conocido bajo el seudónimo de “Edogawa Rampo”, que no es más que la transcripción fonética, en japonés, del nombre del maestro de maestros del misterio: Edgar Allan Poe (“Edogaa aranpoo” - “Edogaaaranpo” - “Edogawa ranpo”). Después, su estilo pulcro y mordaz y una prolífica imaginación lo hicieron el ineludible referente de la detectivesca japonesa del siglo XX. Verdadera institución –creó la Asociación Japonesa de Escritores de Misterio y un premio lleva su nombre– con más de sesenta novelas y cantidad de relatos editados, no resulta un escritor “de culto” sino un extravagante artista popular cuyos libros llegan al gran público y son versionados en el cine