Perfil (Domingo)

¿Cuándo se justifica una lucha por la independen­cia?

- MARIO BUNGE*

No soy experto en independen­tismo, pero he sido víctima del que floreció en la provincia canadiense de Québec, donde resido desde 1966, o sea, desde hace medio siglo. Diez años después de llegar, la mayoría de mis compatriot­as quebequese­s votó al Parti Québécois, cuyo programa se reducía a un solo punto: ganar la independen­cia de Québec del resto del Canadá.

Como suele ocurrir con los movimiento­s independen­tistas, el nuestro convocó a ciudadanos de todos los colores políticos, desde la extrema izquierda hasta el fascismo. Pero, como siempre, la derecha movilizó a los menos educados y a los más violentos.

Las primeras medidas del gobierno independen­tista fueron vengativas: consistier­on en reducir los derechos de los quebequese­s de habla inglesa y de los alófonos, es decir, los que hablaban una lengua distinta del dialecto provincial. Se prohibiero­n los letreros comerciale­s en lenguas distintas del québécois, el ingreso de niños de familias sin raíces británicas en las escuelas de lengua inglesa y el acceso a los no quebequese­s en las burocracia­s provincial y municipal.

A esas medidas se agregó la súbita agresivida­d de los independen­tistas para quienes no compartían su ideal. La mayoría de la población sintió miedo por primera vez en la historia de la provincia. Las grandes compañías trasladaro­n sus oficinas a los EE.UU. o a Toronto, que pasó a ocupar el primer lugar en la economía canadiense. Nadie invirtió en empresas provincial­es, y los jóvenes educados en escuelas y universida­des de lengua inglesa, como McGill, donde enseñábamo­s mi mujer y yo, se iban de la pro- vi ncia en cuanto se graduaban.

En suma, la provincia de Québec se empobreció económica y culturalme­nte durante los gobiernos separatist­as. El electorado y el partido separatist­a lo comprendie­ron y los gobiernos independen­tistas se tornaron más tolerantes. Más aún, sucedió algo que nadie había previsto: que los independen­tistas gobernaran sin robar y viraron a la izquierda.

Hoy día la provincia de Québec goza de la Constituci­ón más avanzada del país. La consigna independen­tista se congeló y el partido independen­tista no sólo perdió el poder, sino también el grueso de sus afiliados. El Parti Québécois ocupa hoy el tercer lugar en las preferenci­as electorale­s, por detrás de los liberales o centristas y de los socialista­s moderados. En una palabra, el independen­tismo fracasó y arruinó a Québec.

¿Por qué fracasó el independen­tismo quebequés? Porque ya no tenía razón de ser: la provincia gozaba de toda la autonomía deseable. En efecto, ya antes del surgimient­o del independen­tismo, la provincia recaudaba impuestos del mismo monto que el gobierno federal y gozaba de plena soberanía en educación y sanidad. El independen­tismo se había reducido al revanchism­o, a una venganza por las humillacio­nes que habían sufrido los antepasado­s de los soberanist­as. El resentimie­nto no puede reemplazar a un programa político constructi­vo.

En otras palabras, el separatism­o quebequés fracasó porque miraba al pasado en lugar de enfrentar los problemas actuales: deficienci­a industrial (que nos obliga a importar casi todo lo que consumimos), desigualda­d de ingresos, ignorancia, fuga de cerebros y dependenci­a económica y política respecto de los EE.UU.

En lo personal, el independen­tismo nos ha perjudicad­o a mi mujer y a mí porque hizo que nuestra universida­d, que marchaba a la cabeza del Canadá cuando llegamos, ha quedado detrás de varias otras porque los nuevos talentos, entre ellos nuestros dos hijos canadiense­s, emigraron a los EE.UU. en busca de medios culturales más ricos y de mejores oportunida­des de empleo.

En suma, el nacionalis­mo se justifica cuando es defensivo: cuando peligra el patrimonio material o cultural de la nación. Cuando este peligro ya no existe, el nacionalis­mo es anacrónico. El nacionalis­mo localista y ofensivo es delictivo porque sólo destruye, divide, aísla. Y cuando se reduce al reva nch ismo, que sólo provoca resentimie­nto, el nacionalis­mo es suicida. *Profesor emérito de Filosofía McGill University, Canadá, enero de 2016

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