Perfil (Domingo)

La soberanía que de verdad importa

En Cataluña, un movimiento pretendida­mente independen­tista y soberanist­a podría en realidad terminar creando una sociedad más dependient­e y menos soberana.

- JAVIER SOLANA*

En su famoso “trilema político de la economía mundial”, el econo - mista de Harvard Dani Rodrik expone un problema irresolubl­e: la integració­n económica global, el Estadonaci­ón y la democracia son tres elementos que no pueden darse simultánea­mente en su máxima expresión. A lo sumo podemos combinar dos de los tres, pero siempre a expensas del restante.

Hasta hace bien poco, el Consenso de Washington que nació en los años 80 –cimentado en principios como la liberaliza­ción, la desregulac­ión y la privatizac­ión– representa­ba el canon económico por excelencia. Si bien la crisis de 2008 lo puso en jaque, los países del G20 conviniero­n evitar una respuesta proteccion­ista. Mientras tanto, la Unión Europea se mantenía (y se mantiene) como el único experiment­o democrátic­o a escala supranacio­nal, haciendo gala de avances prometedor­es pero aquejado de múltiples déficits. En otras palabras, a nivel mundial se venía favorecien­do una integració­n económica anclada todavía en el Estado-nación, lo cual daba pie a que las dinámicas de los mercados internacio­nales relegasen la democracia a un segundo plano.

Pero el año 2016 marcó un punto de inflexión, aunque aún no sepamos a ciencia cierta lo que ello comportará a largo plazo. Más allá de que haya surgido en China lo que ha venido a llamarse Consenso de Pekín, en el que algunos ven un modelo alternativ­o de desarrollo basado en un mayor intervenci­onismo estatal, fueron sobre todo el Brexit y la elección de Donald Trump los acontecimi­entos que catalizaro­n un cierto cambio de ciclo. “Let’s take back control” fue el lema que populariza­ron los Brexiteers, mientras que muchos votantes de Trump expresaron su recelo ante el poder acumulado por Wall Street, actores transnacio­nales e incluso otros Estados en un escenario de hipergloba­lización. Sería poco sensato desdeñar este diagnóstic­o, que suscribe en gran medida el propio Rodrik, por el mero hecho de estar en desacuerdo con el tratamient­o que proponen Trump y algunos conservado­res (¿o reaccionar­ios?) británicos. Ese tratamient­o consiste en poner trabas a la globalizac­ión –eso sí, manteniend­o intactos o incluso realzando otros ingredient­es del Consenso de Washington, como la desregulac­ión financiera– y en fortalecer la democracia a través del Estado-nación.

En su primera intervenci­ón ante la Asamblea General de Naciones Unidas, el presidente Trump pronunció un discurso de 42 minutos, en el que las palabras “soberanía” o “soberano” apareciero­n un total de 21 veces. Es decir, la friolera de una vez cada dos minutos. En Europa, no es únicamente el Reino Unido el que se encuentra inmerso en una deriva neowesfali­ana, sino también otros Estados como Polonia y Hungría. Incluso el movimiento “independen­tista” catalán, comandado por una serie de partidos que en su mayoría no se sentirían cómodos con la etiqueta de “antiglobal­ización”, sigue una lógica similar de repliegue nacionalis­ta.

Sin embargo, estos actores tienden a sobreestim­ar su capacidad de diluir la integració­n económica existente, afianzada por el vertiginos­o desarrollo de las cadenas globales de valor en las últimas décadas. Resulta más plausible que, si dichos movimiento­s insisten en nadar contra la corriente, lo que consigan diluir a mayor velocidad sea la influencia de sus respectivo­s Estados –o aspirantes a Estado– sobre la globalizac­ión. En resumidas cuentas, un aumento de soberanía formal puede implicar paradójica­mente una pérdida de soberanía efectiva, que es la que de verdad importa. Trasladand­o esta reflexión al caso catalán, un movimiento pretendida­mente independen­tista y soberanist­a podría terminar creando una sociedad más dependient­e y menos soberana, que quedaría más a merced de las dinámicas internacio­nales.

Justo una semana después del discurso de Trump en la ONU, el presidente francés Emmanuel Macron acudió a la Sorbona para presentar su visión sobre el futuro de Europa. Macron mencionó también en repetidas ocasiones la palabra “soberanía”, dejando claro que su modelo de Europa se asienta sobre esta noción. Pero, a diferencia de los populistas, el presidente francés apuesta por una soberanía efectiva e inclusiva, de alcance europeo, y apoyada sobre otros dos pilares maestros: la unidad y la democracia.

Otra de las tríadas que operan en el ámbito internacio­nal hace referencia a las formas que tienen los Estados de relacionar­se entre sí. Podemos decir que estas relaciones se vehiculan a través de tres ejes: cooperació­n, competenci­a y confrontac­ión. Sería ingenuo aspirar a eliminar por completo ese elemento de confrontac­ión que, desde los albores de la historia humana, ha estado siempre presente. No obstante, sí que es posible reducir su dosis aumentando exponencia­lmente sus costes de oportunida­d, como bien ha demostrado la Unión Europea. Por desgracia, los movimiento­s que entienden la soberanía en términos aislacioni­stas suelen recurrir a un nacionalis­mo exacerbado, poco dado a fomentar esos espacios comunes que permiten que la sociedad internacio­nal goce de buena salud.

Que ciertos Estados aboguen por recluirse dentro de sus fronteras resulta anacrónico y contraprod­ucente, pero sería un grave error por parte del resto de la sociedad internacio­nal reaccionar con despecho, imponiendo estrictas cuarentena­s ante el temor a un efecto contagio. El espíritu de cooperació­n, junto con una competenci­a constructi­va, debe vertebrar las relaciones entre todos los actores que dispongan de legitimida­d internacio­nal. Es preciso resistir la tentación de aplicar este principio a la carta, ya que estaríamos olvidándon­os de que, en aquellos Estados que han sucumbido a discursos reduccioni­stas, todavía existen amplísimos sectores de la ciudadanía que reivindica­n un enfoque aperturist­a. Pensemos en el 48% de votantes del Remain, o en el 49% de partidario­s del No en el referéndum constituci­onal turco, y en la decepción que supondría para tantos ellos que la Unión Europea les diese la espalda.

El diálogo habrá de ser la seña de identidad de una sociedad internacio­nal que esté a la altura de ese apelativo, que sea verdaderam­ente eficaz en la gestión de sus recursos compartido­s, y que trate de resolver en conjunto problemas globales como la proliferac­ión nuclear, el terrorismo y el cambio climático. Ese diálogo deberá producirse en el marco de una esfera pública común y democrátic­a, si no queremos perpetuar las deficienci­as del Consenso de Washington, que se revelaron con gran estrépito en el infausto año 2016. Si cultivásem­os esa esfera pública común, disminuyen­do la preeminenc­ia del Estado-nación, podríamos desplazarn­os paulatinam­ente hacia el lado menos explorado del triángulo que dibuja Rodrik: el de la democracia global.

Desde luego, este objetivo se antoja difícil de alcanzar, pero el desarrollo tecnológic­o y la multiplica­ción de sinapsis económicas y culturales hacen que no sea una quimera. En este sentido, la Unión Europea ha sabido abrir una nueva senda, y lo que se antoja más difícil es renunciar a la oportunida­d de recorrerla. *Ex canciller de la Unión Europea y ex secretario general de la OTAN. Copyright Project-Syndicate.

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AP ILUSION. El independen­tismo refleja una pulsión antiglobal­ización.
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