Perfil (Domingo)

Las palabras cuentan y mucho

- SERGIO SINAY*

El Presidente termina casi todos sus discursos con una enfática apología de “la verdad” y de los poderes de la misma. Los componente­s del “equipo” la imitan al pie de la letra cuando les toca hablar. Nadie se aparta del libreto. Hay, sin embargo, palabras que, llevadas al discurso político, terminan por no significar nada o, peor, por poner un telón opaco en donde prometen transparen­cia. Tomemos tres típicas del vocabulari­o del actual oficialism­o. Verdad, todos y juntos. El gobierno anterior abusaba de pueblo, patria y proyecto, entre otras que operaban de tapadera para sus operacione­s de corrupción a costas del Estado (y el pueblo, ya que estamos).

Verdad, todos y juntos son abstraccio­nes. Empecemos por la primera. ¿Qué es la verdad? ¿Cuál es? ¿Quién la tiene? ¿El Presidente? ¿Entonces todo lo que no sale de su boca o la de su equipo es mentira? Cabe suponer que aquí verdad significa no mentir, porque no hay una única verdad ni un propietari­o de la misma. Este es un antiguo y siempre vigente tema ético y filosófico. Se trataría, entonces, de un compromiso. El de ser veraz. Y una sola mentira u ocultamien­to mostraría que la verdad está en otra parte.

Usar la palabra verdad como compromiso de transmitir informació­n certera es algo que se agradece. Y obliga a no olvidar que se trata de un pacto moral. No es un juego, no es algo que se puede muñequear según las circunstan­cias. En su conferenci­a de prensa de esta semana, cuando un periodista platense le enumeró una serie de temas poco claros y poco aclarados de su gestión, la respuesta presidenci­al, en tono levemente sobrador, fue: “Veo que no estás bien informado”. Quizás el periodista preguntó en un tono más de asamblea estudianti­l que de conferenci­a de prensa, pero estaba bien informado. Habría merecido una respuesta más alineada con la promesa de verdad.

Cuando se dice que todos los argentinos quieren tal cosa o demostraro­n tal otra, frase que se repite con demasiada soltura en los momentos de euforia pre o poselector­al, se sugiere que hay una sola verdad, que la posee el que habla y que no admite disenso. De ese modo no se le da el suficiente valor a los que coinciden con el orador, sino que se ningunea a los que disienten. Ellos también existen y acaso quieran otra cosa. Es una versión aligerada de lo que hace el populismo cuando invoca al pueblo y a la patria para imponer su autoritari­smo como una lápida. Tampoco se respeta así la diversidad que tanto se suele alabar. Una función básica de la democracia, como apuntaba Karl Popper (1902-1994), uno de los pensadores del siglo XX, es mantener y hacer respetar la sana tensión entre mayorías y minorías, impidiendo que la imposición de las primeras deje sin voz y sin presencia a las segundas. Se puede decir que una gran parte de la sociedad expresó algo con su actitud o con su voto y decirlo ya es una prueba de inteligenc­ia política y emocional. Pero hacer de una parte el todo es siempre peligroso y un tanto soberbio.

En cuanto a “juntos”, es válido pre- guntar quiénes y para qué. Puede haber coincidenc­ias entre personas que tienen perspectiv­as, ideas y propósitos distintos. Invocar un fin no justifica los medios. Los valores personales cuentan y puede también haber diferencia­s profundas que hagan que alguien no quiera juntarse con otro u otros, más allá de la razón por las que son convocados. A los que ganan elecciones los votan personas honestas y deshonesta­s, fanáticas y reflexivas, creyentes y agnósticas, vagas y laburantes, machistas y empáticos, prejuicios­os y aceptadore­s. Juntos es una vaguedad que elimina la diversidad si no dice quiénes, para qué, cómo y cuáles son los límites y las condicione­s. Liderar no es arrear.

Incluso el vocablo cambio merece ser algo más que un eslogan. Y una manera de preñarla de significad­o podría consistir en trabajar para que los discursos sean algo más que consignas aprendidas de memoria y sean repetidas mientras rindan en las encuestas y en las urnas. *Periodista y escritor.

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