Perfil (Domingo)

¡ni qué ocho cuartos!

- LAURA ISOLA

Si Joan Miró le hubiese hecho caso a Léonce Rosenberg, no tendríamos La Masía sino ocho. Esa fue la sugerencia del marchand para poder venderla en el momento de penuria del artista catalán en París. Cortarla en ocho pedazos y convertirl­a en cuadros más chicos para los departamen­tos cada vez más pequeños en los que la gente se iba a vivir. Eso le dijo Rosenberg en la cara; Miró, ofendido, se llevó la obra. El pintor la había empezado en 1921 en Montroig, una casa de campo familiar, y un poco de eso se trata la obra que lleva ese título tan emblemátic­o de esas moradas, con los árboles y el sol de Tarragona. Al año siguiente la continuó en París; sin embargo, él mismo describe su amargura: “Sufría terribleme­nte, bárbaramen­te, como un condenado. Borraba mucho. No podía pintar las hierbas de Montroig a partir de las del bosque de Boulogne y, para poder continuar el cuadro, acabé pidiendo que me enviasen hierbas auténticas de Montroig dentro de un sobre. Llegaron todas secas, claro”. El que finalmente se la compró toda entera fue Hemingway. En 1925, salió de juerga con John Dos Passos y Even Shipman y en vez de gastar todo en emborracha­rse, juntó 3.500 francos, entre propios y prestados, y se la pagó. La tuvo colgada en diferentes domicilios, excepto un par de años durante los 30 que una de sus ex mujeres no se la quería devolver, hasta que Miró se la pidió para una retrospect­iva en MoMa. Fue en 1959 y el plazo de entrega se demoró para siempre. En 1961, el escritor se suicidó: la obra que estaba todavía en Nueva York quedó para su cuarta esposa. Esa pintura que, según el autor de Adiós a las armas, “contiene todo lo que sientes por España cuando estás allí y todo lo que sientes cuando estás lejos y no puedes ir”.

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