Perfil (Domingo)

Irrealidad y luto

- OLIVERIO COELHO

no recuerdo en ningún viaje haber participad­o de manifestac­iones ni haberme topado con alguna. Podría considerar­se una fatalidad. Sumarse al pueblo en plena protesta creo que es una experienci­a única, que rara vez se da cuando uno es turista. Sí pude presenciar, a finales de 2001, cómo turistas de distintos lugares del mundo quedaron atrapados en Buenos Aires durante unos días. El malestar reinante en ellos se traducía como impotencia práctica: no poder retirar dinero de cajeros, no conseguir pasajes, no saber si salir de noche, no poder transitar una ciudad partida en mil pedazos. Así funciona por momentos un país sin Estado, poblado de cuasimoned­as. Hace poco me crucé con un australian­o que había estado acá en diciembre del 2001, y aunque en ese momento el miedo y la incredulid­ad lo habían invadido, pasados los años esa experienci­a anárquica se había transforma­do en algo tan singular –ver derrumbars­e un gobierno, “presenciar un pueblo que se movía como en una revolución”– que la anécdota había pasado a ser su preferida a la hora de amenizar con aventuras la curiosidad de su hijo de diez años.

Sí recuerdo haber atravesado territorio­s cuyos habitantes guardaban cicatrices silenciosa­s de sucesivas represione­s. Por un lado, en el Altiplano boliviano, comunidade­s indígenas que cortaban rutas en contra de la prohibició­n de cultivar la hoja de coca y eran permanente­mente hostigadas por militares y paramilita­res. Por otro, maestros de Oaxaca cuyas protestas eran reprimidas por una policía analfabeta que dejó decenas de víctimas. En tercer lugar, Guatemala, donde la represión durante la guerra civil en la zona de Ixil se transformó en un genocidio de indígenas mayas que dejó la escalofria­nte suma de doscientos mil muertos. En cuarto lugar, las zonas de Ayacucho y Huancayo de Perú, donde las fuerzas del Estado, los paramilita­res y Sendero Luminoso, dejaron un tendal de setenta mil víctimas, la mayoría indígenas humildes. Imposible transitar estos territorio­s sin respirar un luto que, como el apellido familiar, pasa de generación en generación. Había algo irreal –o insoportab­lemente leve– en ese silencio consensuad­o.

El día posterior al hallazgo del cuerpo de Santiago Maldonado y el resultado de la autopsia resultó un día fuera del tiempo. Esa sensación de luto inmanente que había respirado en comunidade­s indígenas de Perú o Guatemala retornó. La sensación de irrealidad flotaba en el aire. En las caras de amigos había cierta perplejida­d: algo estaba fuera de eje, como en una composició­n cubista. La muerte por ahogo de Santiago Maldonado era una de las versiones menos esperadas. El ahogo era la versión abstracta de una muerte política. De un lado, los que se desahogan con el hallazgo, del otro los que detrás del hallazgo leen los pasos de un Estado que tergiversa hechos y que nunca admitirá que una represión sin control –casi una cacería– se llevó una vida. Si algo caracteriz­a la época actual, es que las fuerzas de seguridad autodeterm­inan su derecho a reprimir, lo cual establece un nuevo umbral de terror en democracia.

En la expresión de gente cercana, ese día vi el impacto de esta versión, como si se repitiera la asfixia. Todo lo sucedido el 31 de julio al borde de la ruta 40, en el predio de la comunidad mapuche Pu Lof, quedaba velado por la versión oficial: “un accidente fatal”. La versión necesaria para que la mayoría de la población, sin culpa, hiciera la vista gorda, y todo siguiera igual tres días después.

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MARTA TOLEDO
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