Todos somos la ‘beat generation’
“El primer pensamiento es el mejor pensamiento”, escribió, en los tempranos 40 Jack Kerouac a su amigo Allen Ginsberg que, aún adolescente, se debatía en el encierro y los convencionalismos de la “correcta escritura” durante su paso fugaz por la academia. Allí mismo, en la Universidad de Columbia, se produjo aquel big bang cuya expansión continuará con su energía inagotable. Sólo fue necesario que entraran en contacto los tres miembros de la Santísima Trinidad beat, a saber: Burroughs, Kerouac y Ginsberg. Aunque hay mucho de mito en aquella prehistoria y en cómo se cristalizó el término “beat”, al parecer fue montado en varios pasos. Desde el “beat down” (coloquial entre la comunidad negra y trasladado a los cultores del jazz), que significa cansado, derrotado, hasta el “upbeat” de Kerouac que, años después, precisó y expandió el significado. Porque no se trataba de “derrotados” sin más. El beat, beatífico y libre, vitalista y hasta dotado de cierto optimismo, no era un derrotado: era un excluido por voluntad propia. ¿Pero excluido de qué? Nada menos que del por entonces incuestionado american dream, única fuente de realización y felicidad del buen ciudadano. Del buen ciudadano que “pudiera lograrlo”, claro está. Fue aquella tensión la que, en plena Guerra Fría, alentó a una periodista a acuñar el término despectivo “beatnik”, en alusión al Sputnik ruso. Era una forma de acusarlos de antiamericanos, antipatrióticos o peor, filosoviéticos. Es claro que tanto ella como la sociedad, cuyas opiniones representaba, estaban a años luz de entender el alcance de este movimiento del que, hasta hoy, todas las corrientes contraculturales son herederas civiles. El beat se encarga de destruir el binomio tóxico y funcional de loser vs. winner con sus ideas no alineadas y sus personajes “excretados” por el sistema: artistas, drogadictos, escritores, poetas, poetas sin un solo verso, vagabundos, místicos, presidiarios, locos. Básicamente inadaptados: las mejores mentes de cada generación. Lo cierto es que nadie es el mismo después de encontrarse con la beat generation. Este es un asunto que supera generosamente la idea de “generación” y debería sostenerse mucho más allá de la sobrevalorada “juventud”. Es que esta fuerza, física y religiosa, lleva como motor algunas verdades sencillas. Y alguien tenía que gritarlas en el momento justo y para siempre, a las mayorías subyugadas. Una potencia salvaje que supo desenmascarar las falsedades asumidas como verdades supremas desde la era industrial. Se trataba (se trata) de recuperar la rebeldía honesta y la libertad consciente frente a un mundo que condena a los hombres, varones o mujeres (ya es hora de que hablemos genéricamente), a alinearse con intereses que los superan y los agobian, pero que jamás los trascienden. Porque ser individuo y ser colectividad al mismo tiempo es ser humano: abrir el diálogo con la época, remecerla desde un sentido profundo, que nada tiene que ver con la asimilación. La literatura, el arte en general, la poesía en particular debe asumir esa impronta dialógica para no consumirse en los límites del lenguaje. Así lo entendieron los beat: el arte verdadero supera la expresión. Es una forma de vida o es, sin apelación, una mentira.