Frío en primavera
La pasión por conocer e investigar nuestra historia reciente sigue en pie más allá de los vaivenes del clima político. Se trata, como es obvio, del período de violencia política abierto en 1955 y cerrado, quizás, a partir de 1983, aunque sus heridas y secuelas siguen presentes hasta hoy. Así lo entiende Marcelo Larraquy, autor que se dio a conocer con Galimberti (2000, junto a Roberto Caballero), considerado el primer libro sobre esa época escrito por periodistas que no la vivieron o eran muy chicos, y desde entonces se convirtió por prepotencia de trabajo en uno de los autores más prolíficos y vendedores en esta temática.
En Primavera sangrienta, su décimo libro, eligió centrarse en el paso por la cárcel de los militantes de la lucha armada desde 1970 y hasta la amnistía otorgada por Héctor Cámpora al asumir la presidencia, en 1973. Casi un rito iniciático del que casi nadie se salvó durante la “fase ascendiente” de la insurrección armada, tal como se la podría definir si se considera que su accionar fue determinante para acabar con una larga dictadura. Y que se presenta aquí narrado por sus propios protagonistas, ya que Larraquy optó por transitar el terreno puro de la historia oral, con la transcripción de largos testimonios que van tejiendo la historia en contrapunto.
Como es esperable, muchos de los relatos describen los vejámenes y tormentos padecidos por los presos políticos. De hecho, fue en aquellos años que el empleo cada vez más extendido de la tortura se convirtió en un tema de debate público de primer orden, e incluso de reflexiones desde la cultura y el arte; aunque por entonces no se vislumbraba aún la desaparición forzada como destino final, tal como iba a ocurrir años más tarde ya sin posibilidad de planteos públicos ni protestas estéticas.
Resulta especialmente revelador el testimonio de Ana, ex militante de las FAL –organización poco atendida en la copiosa bibliografía sobre esos años– detenida en Coordinación Federal, quien cuenta cómo por la noche irrumpían en su calabozo los encapuchados para conducirla a las mazmorras del Departamento Central de Policía, donde se aplicaban tormentos cuando el edificio quedaba vacío. Sin embargo, todos los relatos coinciden sin excepción en que, una vez dictada la sentencia, la vida cotidiana en la cárcel se volvía mucho más tolerable. Lo describe otra ex militante, Judith, quien cumplió su condena en el pabellón femenino de Devoto. Allí las presas políticas compartían actividades de formación teórica, debates entre distintas organizaciones y hasta discusiones acaloradas sobre si se debía mirar o no una telenovela contaminada de “ideología burguesa”.
Dos ejemplos tomados entre decenas o cientos, que iluminan las vivencias de los condenados y arrojan nueva luz sobre episodios bien conocidos, como la caótica fuga del penal de Rawson, que desembocó en los fusilamientos de Trelew, en agosto de 1972. Sin embargo, el libro no se limita a las anécdotas de presidio, y por eso excede largamente el recorte original del autor. En rigor, casi no hay un episodio clave que quede afuera de los testimonios.
Si hay que elegir alguno, quien
Difícilmente se haya narrado antes el encuentro entre un miembro esclarecido de la clase proletaria y un representante tan conspicuo del gran capital