Cultura urbana y macrismo
Las ciudades no se diluyen fácilmente, pero es posible que comiencen a depender más vertiginosamente de la idea de “redes de información y circulación”. La ciudad de Buenos Aires que conocimos durante el último siglo fue hija del hierro y el macadam, de la estación Retiro y del entubamiento del Cildáñez y el Medrano. Ahora, con una vertiginosidad que no depende de los gobiernos sino de los flujos económicos que muy livianamente llamamos “globalización”, Buenos Aires ha generado, en las últimas décadas, espacios artificiales y sustitutos de formas de vida más sustantivas, en consonancia con las formas de cultura urbana que promociona su gobierno, que abarcan también a sus antecesores. Experiencias como Puerto Madero –barrio trágico–, Palermo Hollywood –barrio de un “design” artificioso–, y trazas de circulación mecánica de personas –metrobuses, bicisendas– reformulan con nuevas celdillas y precintos las topografías barriales, habitacionales y conversacionales. No digo que el macrismo sea culpable de una desintegración virtual de la cultura urbana heredada, pero festeja como niño con bicicleta nueva todo aplastamiento de las singularidades culturales de las diferentes edades técnicas, existenciales y expresivas de la urbe. Simplemente adoptó de forma acrítica –como no hicieron otras ciudades latinoamericanas más protegidas de la estamentalización forzada–, todos los conceptos banalizadores de la ciudadanía y del habitar. Hizo publicidad indicando cómo hablar, intentado establecer jergas juveniles pasajeras como señal de identidad, y mostró una ciudad abstracta, uniforme y vigilada, donde el soterramiento del Sarmiento va a ser un símbolo más de sustracción de la vitalidad del territorio antes que la instauración de medidas circulatorias integradas a una cultura urbana que resista más lúcidamente su impostación.