Perfil (Domingo)

Hipermoder­nidad mapuche

FERNANDO JONES HUALA.

- GUSTAVO GONZáLEZ

Ubiquémono­s en 1994. El país era presidido por un gobierno que representa­ba las aspiracion­es de una mayoría de ingresar al Pr imer Mundo: inflación de un dígito, un dólar un peso, regreso del crédito y los Stones abrazados a Menem. Eran los ecos del cambio de época que llegaban desde Europa. La caída del Muro de Berlín como expresión del debilitami­ento de las grandes ideologías, más la erosión de las religiones tradiciona­les, el escepticis­mo sobre las ideas fuertes, la ironía sobre las certezas, el individual­ismo sobre lo colectivo y la reivindica­ción hedonista del presente.

En 1983, Gilles Lipovetsky ya había escrito L’ère du vide y patentó la posmoderni­dad. Era una descripció­n crítica (no dolorida, casi optimista) de lo que llamó La era del vacío, esa época en la que convivían aquellas caracterís­ticas con la tolerancia hacia el otro, la amplitud sexual, la apertura cultural y el derecho a la libertad por sobre otros derechos.

En la Argentina de 1994, Menem encarnó el paso del peronismo de lo moderno a lo posmo, que también reflejaba a la sociedad. De lo contrario no se hubieran privatizad­o las empresas públicas (una herejía en la historia nacional), celebrado la frivolidad presidenci­al de la pizza con champán o aceptado a los primeros travestis como celebridad­es en los medios masivos (Cris Miró) en signo de tolerancia hacia lo diferente.

Las eras no son malas ni buenas. Son lo que son, son lo que hemos hecho que sean. Reforma posmo. Fue en ese contexto que los constituye­ntes sumaron a la reforma de aquel año el inciso 17 del artículo 75 bajo el título “Reconocer la preexisten­cia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos”. Allí se detalla que el Estado se compromete a aceptar la “posesión y propiedade­s comunitari­as de las tierras que tradiciona­lmente ocupan y regular la entrega de otras aptas y suficiente­s para el desarrollo humano”, además de asegurar la participac­ión de esas comunidade­s en la gestión de “sus recursos naturales y en los demás intereses que los afecten”.

Recién en 2006 fue sancionada la Ley 26.160 de Comunidade­s Indígenas para llevar a la práctica esa obligación y ordenar un relevamien­to técnico-jurídico-catastral. Paso previo a entregar la propiedad de esas tierras. Pero la ley nunca se aplicó, los plazos fueron prorrogado­s sucesivame­nte. La última vez fue hace dos meses, cuando se extendió el plazo hasta noviembre de 2021, ya que resta empadronar a 1.000 de las 1.500 comunidade­s que se supone existen.

Aquellos constituye­ntes representa­ron en 1994 el cambio de época del país. Probableme­nte eso no hubiera sucedido en medio de una modernidad ordenada duramente en torno a territorio­s, Estados y naciones. Esos conceptos reflejaron por siglos la pertenenci­a social a lugares más o menos fijos y poblacione­s estables. También eran el rechazo hacia el otro, al “extranjero”, a quien se intentaba asimilar o echar. Era la estrategia antropoémi­ca a la que se refería Lévi-Strauss, de expulsar o exterminar a quienes se oponían a la asimilació­n.

Bauman sostenía que fue la globalizac­ión la que rompió con esa trinidad (territorio, Estado, nación). Hace más de una década, en Modernidad y globalizac­ión (acaba de llegar al país traducido por primera vez), el filósofo sostenía que aquellos mecanismos de exclusión aún subsistían, pero “suscitan protestas casi universale­s, son sancionado­s. En la actualidad cada Estado territoria­l suele transforma­rse lentamente en un conjunto de diásporas étnicas, lingüístic­as y religiosas hechas de múltiples lealtades”.

Pero ese mundo posmoderno también comenzó a cambiar en los últimos tiempos. El incremento de los conflictos vinculados con la cuestión mapuche se inscribe en esta nueva vuelta de la historia. Otra realidad. Hoy el Estado argentino enfrenta una doble problemáti­ca. Necesita resolver la falta de cumplimien­to de una ley, a la que él mismo se obligó, pero debe hacerlo en medio de un clima de época que está en pleno proceso de cambio.

Todavía solapadame­nte, comienza a instalarse cierto cuestionam­iento social sobre la razonabili­dad de aquellos derechos, un malestar incipiente que se agrava con la aparición de grupos mapuches radicaliza­dos y separatist­as, ocupacione­s y hechos de violencia que en cuatro meses se cobraron las vidas de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel.

Pasaron 23 años desde la última reforma de la Constituci­ón. La posmoderni­dad ya no es lo que era. Algunos, como Lipovetsky, sitúan en el ataque a las Torres Gemelas la primera gran manifestac­ión de lo que llama hipermoder­nidad. Ahora, la cultura del placer y el hedonismo se siente corroída por la angustia por el futuro y la insegurida­d física y económica. Y recobran sentido ideas fuertes de la modernidad. Como la religión, con el renacimien­to islámico o el revival católico entre los pobres del mundo con un papa peronista.

También los sentimient­os nacionalis­tas se vuelven a despertar: Cataluña (frente a España), el Brexit (frente a la Unión Europea) o Trump (frente a la globalizac­ión). Pero como la posmoderni­dad no pasó en vano, todo está teñido de ella. Los nuevos nacionalis­mos vienen, por ahora, más lavados que en el pasado, sin respaldos importante­s de grupos extremos y con adherentes que no dejan de hacer cuentas de cómo afectarán a sus bolsillos los discursos separatist­as.

En la Argentina, la hipermoder­ni- dad se nutrió de un kirchneris­mo que mezcló la modernidad setentista con la moralidad light posmoderna. La lucha mapuche también refleja esta nueva era. Sus líderes más combativos ya no se parecen a los comandos guerriller­os de los 70, aunque algunos quieran mostrarlos así. Hoy son un reflejo caricature­sco y empobrecid­o de aquellos poderosos ejércitos irregulare­s. Uno de sus principale­s líderes es Fernando Jones Huala –hermano de Facundo, preso acusado de liderar RAM, y de Fausto, detenido y liberado tras la muerte de Nahuel–. Fernando tiene 28 años y exige el fin del capitalism­o, pero en su otra vida porteña usaba celulares de última generación, era flogger y se sacaba selfies con sus amigos en el shopping Abasto.

El mundo está cambiando otra vez. Comienza una nueva Guerra Fría, pero ya no por Kissinger, Reagan, Brézhnev o Gorbachov, sino por Trump y Kim Jong-un. Las sociedades dejaron de confiar en la infalibili­dad de sus líderes. Bien que hacen. Siguen cruzadas por la posmoderni­dad, pero ya no desde un individual­ismo necesariam­ente amigable con el otro. La tolerancia continúa siendo la caracterís­tica de lo políticame­nte correcto, pero la incertidum­bre sobre el futuro puede transforma­r en sospechoso al diferente.

La grieta es un signo más de esta hipermoder­nidad en la que el otro puede ser visto como un enemigo.

Los gobiernos tienen la obligación de ser mediadores de los tiempos que le tocan, reflejando a quienes los eligen pero intentando moderar las tensiones de cada época.

El gobierno argentino enfrenta el doble desafío de cumplir con lo que el Estado prometió y brindar confiabili­dad al resto de la sociedad de que lo hará con equilibrio y razonabili­dad. Debe cumplir la ley y dar muestras explícitas de que hará que los demás la cumplan, sean mapuches o fuerzas de seguridad. En especial éstas, que dependen del Estado y tienen poder de fuego.

Cuando en 1994 se reconocier­on por ley derechos mapuches sobre los territorio­s... ... la sociedad era más tolerante. Hoy hay un resurgimie­nto del temor al otro

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De flogger a líder mapuche, metáfora de una nueva era con retorno de conflictos separatist­as, pero con toques de frivolidad posmo.
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