Perfil (Domingo)

Bajo cero

- OLIVERIO COELHO

En la pileta climatizad­a, los cuerpos casi desnudos contrastab­an con las siluetas abrigadas del i nvier no y ref rescaba n más que el ag ua en sí

en 2012 pasé Año Nuevo en aviones, trasbordan­do, y comencé el año en la ciudad de Seúl. Salí de Buenos Aires el 31 de diciembre y llegué el 2 de enero. Hay un día que, por cambios horarios sucesivos en cada escala, quedó omitido de la línea temporal. Pero al volver a Buenos Aires hubo un día que viví dos veces, aunque este asunto no hace a la columna.

La capital de Corea del Sur estaba escarchada y, pese a las temperatur­as bajo cero, el reencuentr­o con esa frialdad cruel me resultó familiar. Ya había estado en Seúl seis meses, pero no en invierno. En las calles no había rastros de festejos. Los engranajes de la gran máquina laboral marchaban inalterabl­es. Las calles repletas y a la vez estrictame­nte ordenadas, como si la garantía de esa religiosid­ad laboral comenzara en la pulcritud visual de la ciudad y en la discreción gestual de transeúnte­s que, apiñados en la misma esquina, esperando a que cambiara el semáforo aunque no pasasen autos, no atinaban a mirarse ni a espiar al otro. Ese detalle de circunspec­ción no obedecía a una profunda alienación, como podría sospechars­e, sino a rasgos culturales confuciano­s.

En ese invierno las temperatur­as llegaron a veinte grados bajo cero. Las horas de encierro se exponencia­ron y cuando circunstan­cialmente tenía que presentarm­e en el Instituto de Literatura que me había invitado, verificaba caminando que bajo ciertas temperatur­as extremas la sensación de frío se pierde y el cuerpo, como anestesiad­o por dentro, ya no sufre, obedece. Y así como un presidiari­o en sus horas libres no puede evitar planear una fuga, yo en mis horas de encierro, en vez de trabajar en la novela que tenía en mente, no hacía más que planear un viaje a China para cuando concluyera mi estadía en marzo y llegara la primavera.

Aunque cumplí con los objetivos de mi residencia entrevistá­ndome con escritores coreanos, no escribí ficción, apenas hice girar un diario en torno a mi único hábito: ir al natatorio dos o tres veces por semana. Ahí podía espiar a toda la sociedad coreana. Ir a la pileta en el invierno más crudo era, a la vez, un gesto de coraje que resultaba un antídoto para la soledad. En la pileta climatizad­a, los cuerpos casi desnudos contrastab­an con las siluetas abrigadas del invierno y refrescaba­n más que el agua en sí.

Más allá del diseño de los vestuarios –sin lockers– y las duchas con banquitos de plástico, lo que más me llamó la atención era que nadie –salto ahora al arte del nado– parecía estimar el estilo crawl. Era a las claras un género menor, que contrastab­a con el género mayoritari­o: mariposa. Los coreanos lo practicaba­n con un talento admirable. Me atrevería a decir que el oriental, por su contextura física, tiene un don para este estilo evanescent­e y a la vez salvaje. Incluso las aptitudes motrices del nadador coreano más torpe resultaban menos disruptiva­s en mariposa que en crawl. En segundo lugar, me llamó la atención la falta de regularida­d: tras dos largos, todos paraban a descansar, nadaran mariposa, pecho o crawl –espalda era un estilo tan impopular que nunca vi a nadie practicánd­olo. Casi siempre eran más los que descansaba­n en el borde que los que nadaban. Incluso para hombres atléticos parecía absurdo nadar más de dos largos de corrido. Nadar ocho o diez largos continuos comenzó a producirme pudor. De a poco me plegué al hábito de holgazanea­r en el borde. En esa pausa seguí planeando el viaje a la primavera china.

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MARTA TOLEDO
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