La canción es la misma
Narrar la marginalidad y la pobreza se ha transformado en un tópico recurrente de la narrativa argentina de los últimos años. Hasta se podría postular la existencia de un “neoboedismo” por la obstinación de algunos autores en poner el foco en los sectores más desprotegidos de la sociedad. En su novela El lecho, el escritor platense Esteban López Brusa instala desde el comienzo una coreografía de cuerpos moldeados por el trabajo informal, las inclemencias naturales y la apatía estatal: “Se metieron entre los yuyos de la barranquita; hacía rato nadie limpiaba, ni la Cooperativa, las ratas rompían las bolsas de basura y era un chiquero”. En El lecho, López Brusa privilegia el punto de vista de las mujeres, que parecen reaccionar mejor que los hombres ante situaciones límite que son moneda corriente en un territorio siempre escarpado y hostil. Joyceanamente, López Brusa despliega las peripecias de Daniela, la protagonista de El lecho, durante una jornada completa: el día de una devastadora inundación que arrasa con todo. Daniela es una posadolescente, madre soltera, empleada de una feria alla Salada, que oficia de epítome sacrificial; sobre ella recae todo el peso de la narración, su biografía es un imán de desgracias. A pesar de tener todo en contra, Daniela se sobrepone, salta todos los obstáculos y continúa su lucha en medio de pequeños infiernos. Antiheroína, supermadre, solidaria, emerge de las ruinas victoriosa, como respondiendo a un mandato de la especie, encarnando una resistencia que estimula a sus cofrades. Con algo de la Ana Magnani de Mamma Roma y de la Tita Merello de Mercado de Abasto, Daniela actualiza la nobleza y el espíritu de sobrevivencia que manifiestan los humildes en medio de los desastres sociales. La canción sigue siendo la misma.