Perfil (Domingo)

En defensa del populismo económico

Hay que flexibiliz­ar las restriccio­nes a las políticas económicas y devolver poder a los gobiernos para evitar el surgimient­o de partidos políticos antisistem­a o euroescépt­icos.

- DANI RODRIK*

Los populistas aborrecen las restriccio­nes al Poder Ejecutivo. Puesto que dicen representa­r al “pueblo” en su totalidad, consideran que todo límite a su ejercicio del poder atenta contra la voluntad popular, y solo puede estar al servicio de los “enemigos del pueblo”: las minorías y los extranjero­s (para los populistas de derecha) o las elites financiera­s (en el caso de los populistas de izquierda).

Es una forma peligrosa de entender la política, porque permite a una mayoría pisotear los derechos de las minorías. Sin separación de poderes, sistema judicial independie­nte ni libertad de prensa (algo que todos los autócratas populistas, desde Vladimir Putin y Recep Tayyip Erdogan hasta Viktor Orbán y Donald Trump, detestan) la democracia degenera en tiranía de quien acierte a estar en el poder.

En el populismo, las elecciones periódicas se vuelven una cortina de humo. En ausencia del Estado de derecho y de las libertades civiles básicas, los regímenes populistas pueden prolongar su reinado manipuland­o medios y tribunales a su antojo.

La aversión de los populistas a los límites institucio­nales se extiende a la economía, donde el ejercicio del pleno control “por el bien del pueblo” no admite que se interponga­n organismos reguladore­s autónomos, bancos centrales independie­ntes o las normas del comercio internacio­nal. Pero mientras que en el ámbito político el populismo es casi siempre pernicioso, hay ocasiones en que el populismo económico se justifica.

Comencemos por analizar los motivos que puede haber para restringir la política económica, algo que suele ser del agrado de los economista­s, porque cuando la definición de políticas es totalmente dependient­e del tira y afloja de la política interna pueden producirse resultados sumamente ineficient­es. En particular, la política económica suele padecer lo que los economista­s llaman inconsiste­ncia temporal: es común que los intereses inmediatos impidan la implementa­ción de políticas que son mucho más deseables a largo plazo.

Un ejemplo de manual es la política monetaria discrecion­al. Cuando un político tiene poder para emitir dinero a voluntad, puede ocurrir que decida generar una “inflación sorpresa” para estimular la producción y el empleo en lo inmediato, por ejemplo, antes de una elección. Pero esto es contraprod­ucente, porque las empresas y los hogares ajustan las expectativ­as inflaciona­rias, y al final lo único que se consigue es más inflación sin ninguna mejora de la producción o el empleo. La solución es un banco central independie­nte, aislado de la política, que sólo deba cumplir el mandato de mantener la estabilida­d de precios.

Los costos del populismo macroeconó­mico son bien conocidos por la experienci­a latinoamer­icana. Como señalaron hace años Jeffrey D. Sachs, Sebastián Edwards y Rüdiger Dornbusch, las políticas monetarias y fiscales insostenib­les fueron la ruina de la región hasta que en los 90 comenzó a prevalecer la ortodoxia económica. Las políticas populistas producían periódicam­ente graves crisis económicas, que perjudicab­an especialme­nte a los pobres, hasta que para cortar el ciclo la región se volcó a las normas fiscales y a los ministros de Finanzas tecnocráti­cos.

Otro ejemplo es el tratamient­o oficial de la inversión extranjera. En cuanto una empresa extranjera hace una inversión, queda básicament­e cautiva de los caprichos del gobierno anfitrión, que olvida fácilmente las promesas que hizo para atraerla y las reemplaza por políticas que la exprimen en aras del presupuest­o nacional o de las empresas locales.

Pero los inversores no son estúpidos y, por temor a que pase esto, invierten en otra parte. La necesidad de credibilid­ad de los gobiernos llevó entonces a la aparición de tratados comerciale­s con cláusulas de arbitraje de disputas entre Estados e inversores que permiten a las empresas demandar a los gobiernos en tribunales internacio­nales.

Todos estos son ejemplos de restriccio­nes a la política económica en la forma de delegación de poderes a organismos autónomos, tecnócrata­s o reglas externas. Según esta descripció­n, cumplen la valiosa función de impedir que quienes ejercen el poder apliquen políticas imprudente­s que solo los perjudican.

Pero también puede ocurrir que las restriccio­nes a la política económica traigan consecuenc­ias menos benéficas. En particular, si son restriccio­nes instituida­s por grupos de intereses especiales o elites para consolidar su control permanente de la formulació­n de políticas. En esos casos, la delegación a organismos autónomos y la sujeción a normas internacio­nales no están al servicio de la sociedad sino de una estrecha casta de “iniciados”.

Uno de los motivos de la reacción populista actual es la creencia (no del todo injustific­ada) de que la segunda descripció­n es aplicable a buena parte de la política económica de las últimas décadas. Las negociacio­nes comerciale­s internacio­nales han estado cada vez más supeditada­s a la influencia de corporacio­nes multinacio­nales e inversores, lo que dio lugar a regímenes globales desproporc­ionadament­e favorables al capital en detrimento de los trabajador­es. Ejemplos claros son las normas estrictas sobre patentes y los tribunales internacio­nales para inversores. Otro es la captura de los organismos autónomos por las industrias que supuestame­nte deben regular. Los bancos y otras institucio­nes financiera­s han sido especialme­nte capaces de salirse con la suya y establecer reglas que les dan total libertad de acción.

Los bancos centrales independie­ntes fueron actores fundamenta­les para controlar la inflación en los 80 y los 90, pero en el actual entorno de baja inflación su insistenci­a en la estabilida­d de precios imparte un sesgo deflaciona­rio a la política económica, y está en tensión con la generación de empleo y el crecimient­o.

Es posible que esta “tecnocraci­a liberal” esté en su apogeo en la Unión Europea, donde las normas y regulacion­es económicas se diseñan a considerab­le distancia de la deliberaci­ón democrátic­a nacional. Esta divergenci­a política (el llamado “déficit democrátic­o” de la UE) ha dado lugar en casi todos los Estados miembros al surgimient­o de partidos políticos populistas y euroescépt­icos.

En estos casos, bien puede ser deseable flexibiliz­ar las restriccio­nes a la política económica y devolver poder de decisión a los gobiernos electos. En tiempos excepciona­les se necesita libertad para experiment­ar con la política económica. La historia nos ofrece un excelente ejemplo con el New Deal de Franklin D. Roosevelt. Para llevar a cabo sus reformas, FDR tuvo que eliminar las ataduras económicas impuestas por jueces conservado­res e intereses financiero­s en el plano interno, y por el patrón oro en el plano externo.

Debemos estar siempre en guardia contra el populismo que asfixia el pluralismo político y debilita las normas de la democracia liberal. El populismo político es una amenaza que debe evitarse a toda costa. Pero a veces el populismo económico es necesario; de hecho, en momentos así puede ser el único modo de anticipars­e a su pariente político, que es mucho más peligroso. *Profesor de la Universida­d de Harvard. Copyright Proyect-Syndicate.

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AFP PODEROSO. El presidente Putin va por la re-reelección en Rusia.
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