La violencia de los años 70 no va a regresar
El autor sostiene que, pese a los episodios de Congreso, no hay riesgo de que la lucha armada al estilo setentista retorne a nuestro país. El peligro, advierte, es que nos acostumbremos a tomar formas agresivas de la protesta como algo natural.
Aventuro aquí una intuición arriesgada (advierto al lector que soy malo en punto a pronósticos): la violencia no volvió y no volverá. Me refiero al tipo de violencia que muchos, hoy, agitan como un fantasma cuyo retorno anuncian, algunos como heraldos, otros como casandras, como un fenómeno inevitable. Esa agitación contribuye no poco a que veamos como naturales, a que nos acostumbremos, a otras formas de violencia que no deberíamos admitir y que sí están entre nosotros. Claro, episodios como el reciente, del jueves y el lunes negros en el Congreso y alrededores, le dan fuerza a la hipótesis del regreso. Yo no la comparto. Estado violento. Preciso recuperar cierta perspectiva histórica. Hemos dedicado ríos de tinta a la violencia de los 70. A muchos lectores jóvenes les puede parecer que ésta nació de un repollo. Sin embargo, fue en los 60 que la violencia cobró impulso. Pero no, o no apenas, como habitualmente se dice, en la forma de un embrión de la violencia poderosa y generalizada de los 70. Se trataba de una forma muy diferente: la violencia estética, o estetizante. Claro, los militares no precisaron de ella, porque ya eran, por supuesto, una temible máquina de matar, contaban con ventajas estratégicas, como la disciplina inherente a su aparato institucional y el arraigo en la sociedad de la convicción de que las Fuerzas Armadas gozaban del monopolio de la violencia legítima (convicción inaudita para las etapas autoritarias, pero efectiva). La política extraestatal contestataria no contaba, en cambio, con estas cartas a su favor. Y para superar esta carencia echó mano profusamente de la violencia estetizante. No sedujo, como a veces se cree, a una gran mayoría social. Pero la seducción de la violencia estética fue suficiente como para reunir fuerzas militantes –con o sin fierros– de gran envergadura. Comandos. Pero la violencia estética se conjugó con otro factor para fogonear la locomotora de la violencia extraestatal. Se trata de que el Estado, increí- blemente, fue aflojando los lazos que cualquier ejercicio prudente del monopolio legítimo impone. En efecto, en dosis aparentemente homeopáticas, la violencia se fue filtrando desde el Estado hacia diferentes segmentos de la sociedad. En la forma de embriones –esta vez sí– de una violencia que correría, al cabo, por el andarivel de límites borrosos entre lo estatal y lo extraestatal: acción paramilitar, parapolicial, venta o robo de armas, infiltración, doble agencia, la violencia fue traspasando los poros de la siempre peligrosa frontera de la legitimidad. Poco a poco, para sectores minoritarios pero expresivos, el Estado perdió el monopolio de esta última. Este fenómeno se remonta, al menos, a los Comandos Civiles de la Libertadora y si se quiere aún más atrás, al nunca concretado pro- yecto de Evita de formar milicias obreras (para Evita, el proyecto fue mucho más que una divagación; de hecho, hubo una compra oficiosa de armas cortas a los belgas. Perón le puso un freno). Banderas. Más temprano que tarde, esta conjugación –violencia estetizante y legitimación de la violencia no estatal– resultó letal. A lo largo de esa década vertiginosa, la naciente violencia estetizante se fue ali-