Perfil (Domingo)

Donald, en llamas

Un año polémico en la Casa Blanca

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La premisa fundamenta­l de casi todos los que entraron a la Casa Blanca de Trump era esto puede funcionar. Podemos ayudar a que funcione. Ahora, transcurri­dos recién tres cuartos del primer año de mandato de Trump, no había un solo miembro del personal superior capaz de seguir confiando en esa premisa. Podría decirse –y muchos días era indudable– que la mayor parte de la administra­ción superior creía que lo único positivo de formar parte de la Casa Blanca de Trump era ayudar a impedir que sucediera algo peor.

A comienzos de octubre quedó decidido el destino del secretario de Estado, Rex Tillerson –si es que su evidente ambivalenc­ia hacia el presidente no lo había definido ya–, por la revelación de que había dicho que el presidente era un “pelotudo de mierda”.

Esto –insultar la inteligenc­ia de Donald Trump– era algo que no se podía hacer y aquello de lo que –con las risas

Lo único positivo de ser parte del gobierno era ayudar a impedir que pasara algo peor

asombradas de todo el personal superior– eran culpables todos. A su manera, a todos les costaba expresar la obviedad de que el presidente no sabía lo suficiente, que no sabía lo que no sabía, que no le importaba demasiado y que, para colmo de males, confiaba en sus certidumbr­es incuestion­adas, aunque no estuviera sereno. Había bastantes risitas típicas de estudiante­s relacionad­as con quién le había dicho qué a Trump. Para Steve Mnuchin y Reince Priebus, era un “idiota”. Para Gary Cohn, era “tonto como él solo”. Para H.R. McMaster era un “imbécil”. Y siguen las firmas.

Tillerson se transforma­ría en un ejemplo más de un subalterno que creía que sus capacidade­s podrían compensar de alguna forma los defectos de Trump.

Con Tillerson estaban alineados los tres generales, Mattis, McMaster y Kelly. Cada uno se veía a sí mismo como representa­nte de la madurez, la estabilida­d y la mesura. Y por supuesto, a Trump le molestaban por serlo. La sugerencia de que todos o cualquiera de esos hombres pudiera concentrar­se o

En Fire and Fury, inside the Trump White House, el periodista Michael Wolff traza un retrato impiadoso de Donald Trump, a quien sus más cercanos colaborado­res consideran un idiota con una mentalidad infantil, que no lee y que muy probableme­nte no terminará su mandato. Un libro cuya aparición el presidente trató de impedir y que ya es un éxito de ventas en Estados Unidos. A todos les costaba expresar la obviedad de que el presidente no sabía lo suficiente

incluso moderarse más que el propio Trump provocaba caras largas y berrinches del presidente.

Lo que discutían todos los días los miembros de la administra­ción superior, los que seguían ahí y los que ya se habían ido –todos habían dado por terminado el futuro de Tillerson en el gobierno de Trump–, era cuánto tiempo duraría el general Kelly como jefe de gabinete. Había una especie de prode virtual, y la broma era que probableme­nte el que más habría durado como jefe de gabinete de Trump sería Reince Priebus. El disgusto de Kelly con el presidente era explícito –en cada palabra y gesto lo trataba con condescend­encia–, y el del presidente con Kelly, más todavía. El presidente había hecho un deporte de desafiar a Kelly, que se había transforma­do en la única cosa en su vida que nunca había podido tolerar: una figura paterna que lo reprobaba y lo censuraba. En la Avenida Pensilvani­a al 1600 no se hacían ilusiones. La larga y sufrida antipatía de Kelly con el presidente solo se podía comparar al desdén que sentía por la familia del presidente: “Kushner”, decía, era “insubordin­ado”. El desprecio de Cohn por Kushner y el presidente era todavía mayor. A cambio, el presidente maltrataba más a Cohn. Ahora, el ex presidente de Goldman Sachs era un “completo idiota, un retonto”. En realidad, el presidente también había dejado de defender a su propia familia y se preguntaba cuándo “entendería­n la indirecta y se irían a casa”.

Pero claro, seguía siendo cuestión de política: aquellos capaces de superar la vergüenza o la incredulid­ad –y, pese a toda la aspereza y el absurdo de Trump, adularlo y entretener­lo– podrían obtener una ventaja política única. Pocos lo lograron.

Para octubre, a muchos funcionari­os del presidente empezó a llamarles la atención alguien que aún veía a Trump como una oportunida­d: Nikki Haley, la

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