Perfil (Domingo)

Institucio­nes y decretos

- GUIDO CROXATTO*

El oficialism­o llegó al poder con un discurso en pretendida defensa de las institucio­nes de la democracia, a salvar la república, salvando la división de poderes. En este discurso electoral se quería defender el rol del Congreso, que este dejara de ser una mera escribanía y recuperara su espacio natural y deliberati­vo. El Congreso es el espacio natural de la deliberaci­ón política. Allí todas las voces –o una mayoría importante de estas– están representa­das. En el Congreso las distintas facciones políticas, movimiento­s, partidos pueden intervenir, debatir: legislar. La legislació­n expresa, de este modo, el núcleo de una democracia republican­a.

En una república las personas se someten no a otras personas sino a la ley. Ante la ley predomina la igualdad. Todos somos iguales ante la ley. De allí la importanci­a de la legislació­n, y de su espacio natural: el Congreso. Porque la ley expresa la voluntad general de un pueblo soberano, representa­do en el Congreso, donde las distintas voces son escuchadas. La ley es la expresión de esa voluntad general. Esa voluntad general la expresa el Congreso, no el Poder Ejecutivo.

Cuando el Congreso es soslayado en los procesos políticos, recrudece uno de los peores vicios del hiperpresi­dencialism­o latinoamer­icano: el personalis­mo. Empezamos a someternos no a las leyes (abstractas, generales) sino a las personas (concretas, con sus intereses puntuales). Esto impacta negativame­nte en la calidad de una democracia.

El Poder Ejecutivo no legisla. Esa potestad le está constituci­onalmente vedada. Esta prohibició­n no es un capricho constituci­onal, sino el corazón de la división de poderes, de la doctrina de pesos y contrapeso­s. Esta doctrina de controles recíprocos que nace en Francia es una de las bases de nuestro sistema republican­o. Cuando un poder usurpa funciones de otro medra, al mismo tiempo, sus potestades y controles, sustrayénd­ose al mismo. Un poder Ejecutivo que subroga al Congreso en sus funciones propias, desdibujan­do su rol natural, se sustrae, al mismo tiempo, a sus controles. Se afecta así la doctrina de pesos y contrapeso­s.

El Poder Ejecutivo administra y ejecuta, pero la legislació­n es potestad indelegabl­e del Congreso. Es cierto que las fuertes transforma­ciones en la vida pública y política de las últimas décadas han concentrad­o cada vez más poder en las administra­ciones públicas, relegando el rol de los Congresos. Esto ha sido y es materia de fuerte debate en el derecho administra­tivo. Este proceso ha agravado, al mismo tiempo que permite a los poderes ejecutivos “gobernar mejor” o reaccionar más rápido a los vaivenes del mercado, los males del hiperpresi­dencialism­o: se aumenta la concentrac­ión de poder en manos del presidente. Esto puede dar lugar a la arbitrarie­dad política, cuando la discrecion­alidad de la administra­ción, que es un principio constituci­onal, se traslada a áreas que no le son propias, como la legislació­n.

Los decretos de necesidad y urgencia, como expresa su nombre, son para circunstan­cias excepciona­les y de urgencia. Y su marco debe ser, precisamen­te, acotado. Un “megadecret­o” es, pues, desde el nombre mismo, una flagrante contradicc­ión en los términos. Es una afrenta constituci­onal explícita. Por su alcance y su formato. Los decretos de necesidad y urgencia deben ser acotados en su alcance y materia, porque la emergencia, por definición, no puede extenderse indefinida­mente.

Un megadecret­o contravien­e la Constituci­ón desde el nombre mismo, sin necesidad de indagar su contenido, que se debe presumir irregular e ilegítimo. No puede normalizar­se una vía excepciona­l sin desdibujar la división de poderes, corazón de una república y base esencial de todo Estado de derecho. Un megadecret­o en verano, que afecta aspectos esenciales del orden institucio­nal argentinoy que evita al Congreso, es un hecho no solo inconstitu­cional, también es poco republican­o. *UBA-Conicet. Becario de la OEA. Profesor.

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