Perfil (Domingo)

¿Tiene derecho una sociedad a ser corrupta?

- GUSTAVO GONZáLEZ

El siguiente diálogo se dio con un importante funcionari­o del Gobierno que antes trabajó en un holding multinacio­nal en Brasil:

—¿Cómo era allá el día a día de la corrupción?

—Normal, era la normalidad política.

—Claro, muchos funcionari­os corruptos…

—No, allá todos los funcionari­os eran corruptos. Todos. Complicida­d. Esta semana fue ratificado un fallo por sobornos contra Lula, por el cual enfrenta una condena a nueve años y la posibilida­d de no competir en las elecciones de octubre. Se trata de una de las tantas acusacione­s contra él, sus funcionari­os, los funcionari­os de su sucesora y los funcionari­os del sucesor de su sucesora.

Lejos de esa realidad, Lula sigue siendo el mejor posicionad­o para ganar las próximas presidenci­ales. Duplica en intención de votos a sus competidor­es. Representa a los sectores más humildes de esa sociedad; 28 millones de brasileños salieron de la pobreza en sus ocho años de gestión, en los que se edificó la imagen de Brasil como nueva potencia y parte del Brics. Terminó sus dos mandatos con el 80% de aceptación.

Sergio Moro es el fiscal que lo investiga. También es amado, aunque más por los sectores medios y el establishm­ent. Las encuestas señalan que es el único capaz de vencerlo.

Ahora, si la memor ia del funcionari­o macrista reflejara con exactitud la realidad de Brasil y el 100% de sus políticos fueran corruptos (no haría mayor diferencia si se tratara del 60% o el 80%), eso significar­ía que lo fueron con la complicida­d de los empresario­s, muchos de los cuales ya han sido condenados. ¿A equis porcentaje de funcionari­os corruptos (60%, 80% o 100%) le correspond­erá el mismo porcentaje de empresario­s corruptos? Difícil establecer con precisión esa relación, pero lo cierto es que para el delito de cohecho se requiere la intervenci­ón de un funcionari­o y, necesariam­ente, la de un privado.

Es posible que una parte sustancial de quienes se sien- ten representa­dos por Lula sean funcionari­os en el distrito federal, los 26 estados en los que se divide Brasil y sus 5.564 municipios, además de los miles y miles de la burocracia judicial y legislativ­a. Integraría­n, en alguna proporción, esa amplia corrupción estatal.

Probableme­nte también una porción de quienes simpatizan con un candidato anticorrup­ción como Moro hayan tenido algún nivel de trato, personal o empresaria­l, con ese universo de cajas negras.

Las últimas encuestas de Transparen­cia Internacio­nal y de Latinobaró­metro coinciden en que los brasileños creen que la corrupción está instalada a fuego entre ellos. Según Latinobaró­metro, el 25% dice que conoció un acto de corrupción en el último año. Y el 34% acepta que cierta corrupción es justificab­le. Los brasileños encabezan casi todas las mediciones entre los que creen que sus políticos y empresario­s son corruptos. Corrupción“legal”. Hay una duda que me sigue desde aquel diálogo con el funcionari­o macrista. Es la pregunta del título de esta columna. Si las leyes representa­n el conjunto de normas que reflejan la moral media de una sociedad en determinad­o momento (“el común consentimi­ento”, según Aristótele­s), ¿las leyes que rigen en Brasil sobre las relaciones entre políticos y privados reflejan los hábitos y costumbres de esa sociedad? La vox populi y las condenas muestran que no: la ley va por un lado, y la realidad, por otro.

Para ser provocativ­o, se podría preguntar si esas leyes no deberían en cambio reflejar y ordenar la rea lidad, intervenir para regular coimas, niveles de comisiones, etc. O sea, legalizar la corrupción.

L os analistas brasileños dicen que entre políticos, e incluso en el establishm­ent (donde predomina el antilulism­o), se piensa que si la Justicia no se “autolimita” los procesos serán infinitos, porque no habría nadie que haya participad­o en la vida políticoem­presarial libre de culpa.

Por eso, hay una primera y rápida respuesta para la pregunta “¿tiene derecho una sociedad a ser corrupta?”. La respuesta literal es que no. Las sociedades se dieron leyes que impiden, por ejemplo, que quien más comisiones pague a un funcionari­o tenga más chances de ganar una licitación. O que, ante una infracción, el policía dicte la coima a pagar para evitar la multa. Por no estar a derecho, ya fueron detenidas más de 280 personas en el marco del Lava Jato.

No, las sociedades no tienen derecho a ser corruptas. Aunque puedan serlo igual, sin que la ley se los autorice.

Pero las leyes no funcionan solo como un espejo normativo de los hábitos de la polis. Aristótele­s también las considerab­a “muros espiritual­es de una comunidad”: pretenden moderar la realidad real para generar una realidad mejorada. Representa­n la aspiración de una sociedad a imaginarse mejor de lo que es, aunque la medida de esa su- La corrupción política y social es habitual. Si las leyes debieran reflejar la moral media de una sociedad, ¿habría que legalizar la corrupción? Sería un triste retroceso. peración siempre es delicada. Imagínense si nuevas leyes penaran con la cárcel a quien insultara a otro en una discusión callejera o a quien no cediera el asiento a un anciano. Sería una aspiración genuina que las personas no se insulten o sean humanitari­as con aquellos a quienes les cuesta estar de pie, pero dictar hoy esa penalidad estaría por encima del estándar medio de la sociedad.

Sí se acepta como posible pretender que funcionari­os y privados no pacten coimas. Y que quienes lo hacen sean castigados por la ley.

El problema sigue siendo que, si una mayoría estuviera infringien­do sistemátic­amente la ley, eso podría significar que la vara que esa sociedad se autoimpuso puede ser demasiado alta para ella, incluso superior a lo que la hipocresía social es capaz de tolerar.

Sería triste que, tras casi dos siglos, ese fuera el caso de Brasil. ¿Será el argentino? Corruptos nac & pop. Los mismos sondeos regionales muestran el nivel de tolerancia de la corrupción local. Al igual que en Brasil, aquí un 34% cree que cierto grado de corrupción es aceptable. Y, como en el país vecino (con menor intensidad y seriedad), nuestros jueces destaparon ahora una olla de alcances y consecuenc­ias impredecib­les.

La corrupción K (como la menemista antes) no estaba oculta. Los repentinos crecimient­os patrimonia­les de muchos de sus altos funcionari­os estaban a la vista y eran publicados, no por la mayoría pero sí por distintos medios y periodista­s. Los empresario­s que debían lidiar con ellos sabían que no eran excepciona­les los pedidos de dinero para acelerar trámites o conseguir negocios. Los jueces recibían denuncias, solo que no todos elegían actuar.

Tampoco era un secreto que una innumerabl­e cantidad de jefes sindicales (cuyos ingresos deberían guardar relación con los de sus trabajador­es) eran millonario­s. Sus representa­dos lo saben, pero se los reelige una y otra vez.

El jueves pasó inadvertid­o el dicho de Hugo Moyano de que “todos” los gobiernos roban, y separó a los que robaban para sí o para ayudar a los humildes. Estos eran los que Moyano prefería. Quizá por esa lógica comprensiv­a, tampoco hubo demasiadas voces de espanto entre sus colegas por la cadena de gremialist­as corruptos detenidos en medio de imágenes obscenas de dólares, mansiones y armas.

En una semana se conocerá el texto de uno de los máximos líderes gremiales, no salpicado por ese tipo de denuncias, que mostrará una distancia pública con la corrupción sindical. Será la primera vez que una figura prominente se pronuncie de ese modo en contra de sus colegas.

¿Cuántos políticos, empresario­s, jueces y sindicalis­tas más soportaría­n aquí un Lava Jato? ¿Cuántos argentinos saldrían indemnes?

La tensión entre las normas legales y las normas reales existió siempre. La pregunta es cuánto puede resistir una sociedad antes de hacer algo cuando la distancia entre unas y otras se vuelve un abismo.

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