Pobreza y capitalismo de amigos
La pobreza que castiga a casi un tercio de los argentinos reconoce como sus determinantes más próximos a la insuficiente creación de riquezas y de empleos genuinos. Las sociedades democráticas con mayor desarrollo y bienestar resolvieron esas insuficiencias dejando la producción en manos privadas; mientras que aquellas que optaron por una producción en manos del Estado sufren atraso, carencias y falta de democracia. Nuestro país optó por una tercera posición: dejar esa producción en manos privadas, pero con un Estado encargado de “combatirlas”. El resultado ha sido un “capitalismo de amigos” que ha traído ineficiencia productiva, falta de empleos genuinos, pobreza, inestabilidad política y un Estado elefantiásico que presta servicios inadecuados.
Los éxitos económicos del modelo agroexportador que nos convirtió en la quinta potencia económica mundial a comienzos del siglo XX nos hicieron pensar que podríamos vivir muy bien mientras la naturaleza hacía crecer el trigo y engordaba el ganado, generando un nivel de expectativas que se vieron frustradas con la crisis del modelo en el 30. El peligro de que esas demandas insatisfechas llevaran al comunismo ayudó a que el golpe del 43 se inclinara por un modelo con generosas políticas distributivas y consignas tácticas anticapitalistas, sin resolver el problema productivo.
El capitalismo de amigos resultante pudo sobrevivir en la medida en que sindicalistas, la clase política y grupos empresarios afines conformaran una “asociación” de intereses que no se declara ilícita por la connivencia de sectores del Poder Judicial que miran para otro lado a cambio de que se callen sus negociados. El actor principal de ese modelo pasó a ser la dirigencia sindical, la que hablando en nombre de los explotados obtiene decisiones políticas que la enriquecen, sin que esa riqueza llegue a los trabajadores. La clase política recibe, a cambio de esas decisiones, un apoyo que le permite usufructuar el poder con sueldos generosos, viáticos, preben- das y dinero público para beneficiar a parientes, amigos y clientela política. La consecuencia de esos acuerdos es un aumento del costo laboral y el incremento de la carga impositiva para atender tantos gastos, ahuyentando así las inversiones de riesgo. Esto, sumado al sesgo anticapitalista impuesto por la dirigencia sindical, sólo deja lugar para un empresariado amigo que compensa esos encarecimientos en la producción con los negociados que hace con el Estado, el que además le otorga protección frente a cualquier competencia; todo con la callada connivencia del sindicalismo.
Una asociación corporativa cuyo accionar se vio favorecido por un discurso progresista ambiguo, que condena al capitalismo sin proponer la socialización de los medios de producción, y que no define quién se ocupa de producir la riqueza necesaria para satisfacer tantas demandas. Una intelectualidad que habla de derechos, garantías y defensa de los explotados, pero no de producción.
Resultado de ese capitalismo de amigos son los millones de pobres que no encuentran su lugar en nuestra sociedad, a los que se propone atender con planes asistenciales cuando otros anticapitalistas probados, como Francisco, ya reconocen que “ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias. El gran objetivo debería ser siempre permitirles una vida digna a través del trabajo (LS 128)”.
En 2015 buena parte de la sociedad votó por dejar de lado ese modelo abriendo una posibilidad de cambio que, dado el rechazo del sindicalismo y de fuerzas políticas opositoras, así como algunos errores del propio gobierno, aún debe probar su viabilidad. De todas maneras, ahora o después, el camino para combatir la pobreza pasa necesariamente por una producción privada eficiente; respetuosa de los derechos laborales y de las obligaciones impositivas; creadora de empleos dignos y de una riqueza que el Estado debe distribuir equitativamente. *Sociólogo.