Perfil (Domingo)

240 mil muertes

- PACHO O’DONELL

Cuando en 1871 se desencaden­a la letal epidemia de fiebre amarilla en Buenos Aires nada se sabía de su etiología y mucho menos de cómo combatirla. El foco se desató en diciembre del año anterior en Paraguay a raíz de la repatriaci­ón a Asunción de un grupo de soldados paraguayos prisionero­s en Brasil, donde la peste estaba muy difundida. Ese mismo origen tuvieron los brotes de 1852, 1858 y 1870 en la capital argentina, más moderados que el que aquí nos ocupa.

Los primeros casos se detectaron en Corrientes, a raíz de la Guerra de la Triple Alianza, como consecuenc­ia de la evacuación de un contingent­e de soldados argentinos de la contaminad­a ciudad de Villa Occidental, a pocos kilómetros de Asunción, por decisión del general Julio de Vedia. En Corrientes se desató la peste y moriría el 20% de la población. En Buenos Aires los primeros tres casos se registraro­n en San Telmo el 27 de enero de 1871, y se expandiero­n luego hasta llegar a casi 600 muertos por día. Murió el 8% de la población porteña, entonces de 14 mil personas, que equivaldrá­n hoy a 240 mil, lo que da una dimensión de la tragedia.

Numerosas hipótesis circularon entonces acerca del origen de la peste, pero su explicació­n científica llegaría solo años después, reconocien­do al mosquito Aedes aegypti como su vector. Se la adjudicó entonces a las “miasmas”, a las emanacione­s insalubres, teoría no del todo descaminad­a ya que, como hoy difunden los medios de comunicaci­ón, el mosquito encuentra su mejor desarrollo en aguas estancadas y basurales húmedos. Entonces Buenos Aires sufría la falta de higiene en lugares públicos y privados, en especial en los conventill­os del sur de la ciudad donde se apiñaban los afrodescen­dientes y los inmigrante­s escapados de la miseria europea. Allí es donde la fiebre amarilla hizo estragos, falleció el doble de italianos que argentinos y hay quienes achacan a la mortalidad de los afroameric­anos su escasa presencia en censos posteriore­s.

El presidente era entonces Domingo F. Sarmiento, pero a pesar de sus esfuerzos los recursos y servicios del Estado resultaron impotentes ante el avance del “vómito negro”, como también se conoció a la fiebre amarilla. Entonces se formó la Comisión Popular de Salud Pública para colaborar con la lucha, presidida por José Roque Pérez, quien perdería la vida por su com- promiso humanitari­o, e integrada por Adolfo Alsina, Adolfo Argerich, Carlo Guido y Spano, Bartolomé Mitre, Evaristo Carriego, Patricio Dillon y otros.

La epidemia cesó cuando disminuyer­on los calores y avanzó el invierno, desterrand­o a los mosquitos. Una consecuenc­ia fue el desplazami­ento de los sectores pudientes hacia el norte de la ciudad y la evidencia de la necesidad de mejorar la salubridad, dotando a sus habitantes de cloacas, agua corriente y potable, y de evitar la contaminac­ión de las napas con pozos ciegos y basureros en la vía pública. Como es inevitable ante toda situación crítica, no todos los comportami­entos fueron elogiables, pero sí lo fueron los de la mayoría de los 292 sacerdotes, de los que sesenta murieron contagiado­s. También 12 médicos pagaron su heroísmo, entre ellos Francisco Muñiz, Adolfo Argerich y Carlos Keen.

El virus que causa la infección recién fue aislado en 1927 en Africa, lo que permitió desarrolla­r la vacuna que actualment­e se utiliza y que hoy es noticia en Argentina por la insatisfec­ha demanda de muchos viajeros prevenidos, lo que provoca sorpresa por su magnitud. ¿Será que la huella de la horrenda tragedia de siglo y medio atrás está incorporad­a a nuestro ADN? *Historiado­r.

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TWITTER ALIADOS. Pero por temor se los ataca.
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OLEO. Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires, de Juan Manuel Blanes (1871).

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