La traducción: un ejercicio de desapego
El silencioso oficio del traductor tiene reglas estrictas, y al igual que el asesino, no deja rastros. Así, un trabajo excelente o impecable padece una paradoja insalvable: porque está bien hecho, no se ve. El que lee disfruta la música y el sabor de lo dicho como si fuera su propia lengua. Siente con naturalidad que domina todos los idiomas como si fueran propios. El lector se mueve cómodamente en la abundancia de las palabras bien dichas. La historia, la trama, el tiempo y el espacio, la imagen de la poesía y el simbolismo fluyen, tocan el corazón del lector, se revelan en la dimensión de lo sutil. No hablamos meramente de comprender el lenguaje, sino de tocar el universo secreto del artista volcado en palabras. Ahora bien, a diferencia del asesino, el traductor verdadero inyecta sangre en la vida del texto en lugar de quitársela. La invisibilidad de la buena traducción se manifiesta igual que la ausencia de dolor en el cuerpo. Las palabras fluyen con su ritmo original como un todo orgánico y no como una suma de fragmentos. Tradutore, traditore reverbera en la mente colectiva como la huella de un dolor que no se cura. La traducción a veces se asocia con la mutilación, con la pérdida, con el engaño, con la manipulación, ya sea por pecado u omisión. Precisamente el mal se destaca como una mancha maligna, mientras que lo que está bien se funde naturalmente con el original, igual que la limpieza. Si el reconocimiento consiste precisamente en la falta de reconocimiento, cuesta comprender la pasión que pone el traductor en su trabajo. Un verano que estábamos en la playa recuerdo que le pregunté a mi padre por qué trabajaba si estábamos de vacaciones. Estaba traduciendo en esa época Raíces, de Alex Hailey, la historia del afroamericano que fue en busca de sus orígenes en siete generaciones, del Africa a las plantaciones de Virginia. En un enorme bolso bajo la sombrilla llevaba todos los libros para el programa de Literatura Inglesa. Traducía fragmentos de esos libros para sus alumnos del Joaquín V. González. Al atardecer, preparaba martinis y tipeaba la versión en castellano de Raíces en su Olivetti Lettera entre los pinos, y a continuación nos leía cada día, capítulo por capítulo, la vida de Kunta Kinte. “La traducción me da libertad”, dijo, y me dejó pensando. Sin embargo, la traducción, ese ejercicio espiritual de desapego, tiene sus recompensas en lo pequeño. Luego de esperar en la eterna cola de un banco para decir que estaba vivo, tal como se estilaba cuando el certificado de supervivencia era requisito para cobrar la jubilación, se oye una voz que pronuncia “Rolando Costa Picazo”. El profesor, como lo llama todo el mundo, se acerca a la ventanilla con gesto de resignación. La voz dulce repite su nombre de modo pausado. “¿Es usted el traductor?”. La empleada bancaria, con los ojos iluminados, agrega: “Leí todas sus traducciones de Irvin Yalom, El día que Nietzsche lloró, Verdugo del amor… ¿Qué está traduciendo ahora? Estoy muy contenta de conocerlo, no sabe lo que significa para mí”. El tiempo se detuvo en ese momento. En ese lugar inesperado, ocurrió un milagro.