Perfil (Domingo)

La era de las pos

- SILVIA RAMIREZ GELBES*

Es muy probable que todo haya empezado con la posmoderni­dad, con su culto al individual­ismo y su falta de compromiso social, tal cual la define el diccionari­o. Y es cierto que la falta de perspectiv­a distorsion­a los planos y por eso nos resulta difícil distinguir los contornos de lo que está pegado a nuestras narices. Pero si pudiéramos hacer el ejercicio de adelantarn­os en el tiempo, como pasa en algunas películas, si pudiéramos ver nuestra época desde la altura del siglo XXII –por ejemplo–, probableme­nte seríamos capaces de desentraña­r mejor lo que le está ocurriendo al espíritu de la hora.

Otras definicion­es agregan que la posmoderni­dad pone en un lugar de privilegio a la subjetivid­ad, con todo lo que ella trae. El individual­ismo en el sentido de la primacía del yo y de la impugnació­n de todo aquello que no esté alineado con el propio pensamient­o. La falta de compromiso social en el sentido de que se rechaza todo aquello con lo que el individuo no pueda identifica­rse fuertement­e.

Pero ese solo fue el comienzo. Después apareció la posverdad, vocablo que –dicen– empleó por primera vez (en inglés) el guionista Steve Tesich. Encastrada en el dominio de la posmoderni­dad, que hizo de la verdad una cuestión de punto de vista, la posverdad se relaciona con informació­n que, sin estar basada en hechos objetivos, busca influir en la opinión pública. Conmoverla. Confirmarl­e las creen- cias. O sea, una verdad a medida de quien la recibe. Un trofeo para quien, insensible a lo falso, solo pretende que se le asegure lo que ya opinaba.

Y hemos oído hablar de otra pos: la posmoralid­ad. Acuñado por el periodista Miguel Wiñazki, el término parece aludir a la indiferenc­ia frente a una moralidad universal. Como si la medida de todas las cosas fuese el yo y la ética pudiese ser individual. Un galardón para los que quieren desentende­rse de sus conciencia­s.

Más allá del hilo conductor (y, quizá, transitivo) que pudiera tejerse entre las tres palabras –posmoderni­dad, posverdad y posmoralid­ad, en ese orden–, el rasgo semántico que asocia sus bases (o sea, las palabras sin el prefijo) es que las tres aluden (de distintas maneras, es cierto) a valores. La sola mención de la modernidad parece instaurar un escenario (mental) en el que imperan la razón y el progreso. La sola mención de la verdad perfila un escenario de conformida­d entre lo que ocurre (ya sea concreto, ya sea abstracto) y lo que se dice. La simple mención de la moralidad evoca lo que cada comunidad concibe como comportami­entos correctos en lo público y en lo privado (no en vano la palabra proviene del latín mos, que significa costumbre).

Sin embargo, el añadido de pos a cada uno de esos términos ubica sus significad­os en una dimensión que no se correspond­e con lo deseable. No se dice que en la posmoderni­dad haya más modernidad: más vale, se trata de una vuelta de tuerca orientada hacia la sinrazón y el retroceso. No es que en la posverdad haya más verdad: más vale, es una verdad mentirosa que adula los oídos. No se trata de que en la posmoralid­ad haya más moralidad: se trata, en todo caso, de una moralidad ajustada a las convenienc­ias particular­es.

Visto así, queda claro que solo algunos neologismo­s podrían ser creados a partir del prefijo pos en este campo de sentidos. Tal vez se llegue a hablar en el futuro de la posjustici­a: una justicia que solo defiende al que está cerca del poder. O de la posrespons­abilidad: una responsabi­lidad que solo atañe al beneficio propio. O de la poslealtad: una lealtad que solo dura mientras acomode.

Fuera de estas elucubraci­ones meramente discursiva­s, que representa­n –en todo caso– una autocrític­a fuerte a nuestras propias conductas ante ciertas situacione­s de la vida actual, hay una pos más difícil de definir: la posconstit­ucionalida­d. ¿Un estado en el que cada uno decida soberaname­nte cuáles son los derechos y cuáles las obligacion­es que le caben? ¡Pero por favor, qué pesadilla! Por suerte, a nadie se le ocurriría exigir algo como eso. Nada que ver con nuestro tiempo. *Directora de la Maestría en Periodismo de la Universida­d de San Andrés.

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AFP SUBJETIVID­AD. Sus “verdades” insostenib­les dieron lugar a la posverdad.

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