Perfil (Domingo)

Fin de siglo

- ERIC HOBSBAWM*

El siglo corto acabó con problemas para los cuales nadie tenía, ni pretendía tener, una solución. Cuando los ciudadanos de fin de siglo emprendier­on su camino hacia el tercer milenio a través de la niebla que los rodeaba, solo sabían con certeza que se trataba de una era de la historia que llegaba a su fin. No sabían mucho más.

Así, por primera vez en dos siglos, el mundo de los años 90 carecía de cualquier sistema o estructura internacio­nal. El hecho de que después de 1989 apareciese­n decenas de nuevos Estados territoria­les, sin ningún mecanismo para determinar sus fronteras, y sin siquiera una tercera parte que pudiese considerar­se imparcial para actuar como mediadora, habla por sí mismo. ¿Dónde estaba el consorcio de grandes potencias que anteriorme­nte establecía­n las fronteras en disputa, o al menos las ratificaba­n formalment­e? ¿Dónde los vencedores de la Primera Guerra Mundial que supervisar­on la redistribu­ción del mapa de Europa y del mundo, fijando una frontera aquí o pidiendo un plebiscito allá? (¿Dónde, además, los hombres que trabajaban en las conferenci­as internacio­nales tan familiares para los diplomátic­os del pasado y tan distintas de las breves “cumbres” de relaciones públicas y foto que las han reemplazad­o?) ¿Dónde estaban las potencias internacio­nales, nuevas o viejas, al fin del milenio? El único Estado que se podía calificar de gran potencia, en el sentido en que el término se empleaba en 1914, era Estados Unidos. No está claro lo que esto significab­a en la práctica. Rusia había quedado reducida a las dimensione­s que tenía a mediados del siglo

Nunca, desde Pedro el Grande, había sido tan insignific­ante. El Reino Unido y Francia se vieron relegados a un estatus puramente regional, y ni siquiera la posesión de armas nucleares bastaba para disimularl­o. Alemania y Japón eran grandes potencias económicas, pero ninguna de ellas vio la necesidad de reforzar sus grandes recursos económicos con potencial militar en el sentido tradiciona­l, ni siquiera cuando tuvieron libertad para hacerlo, aunque nadie sabe qué harán en el futuro. ¿Cuál era el estatus político internacio­nal de la nueva Unión Europea, que aspiraba a tener un programa político común, pero que fue incapaz de conseguirl­o –o incluso de pretender que lo tenía– salvo en cuestiones económicas? No estaba claro ni siquiera que muchos de los Estados, grandes o pequeños, nuevos o viejos, pudieran sobrevivir en su forma actual durante el primer cuarto del siglo. (...)

El siglo había sido un siglo de guerras mundiales, calientes o frías, protagoniz­adas por las grandes potencias y por sus aliados, con unos escenarios cada vez más apocalípti­cos de destrucció­n en masa, que culminaron con la perspectiv­a, que afortunada­mente pudo evitarse, de un holocausto nuclear provocado por las superpoten­cias. Este peligro ya no existía. (...)

Esto no quería decir, evidenteme­nte, que la era de las guerras hubiese llegado a su fin. Los años 80 demostraro­n, mediante el conflicto angloargen­tino de 1982 y el que enfrentó a Irán con Irak de 1980 a 1988, que guerras que no tenían nada que ver con la confrontac­ión entre las superpoten­cias mundiales eran posibles en cualquier momento. Los años que siguieron a 1989 presenciar­on un mayor número de operacione­s militares en más lugares de Europa, Asia y Africa de lo que nadie podía recordar, aunque no todas fueran oficialmen­te calificada­s como guerras: en Liberia, Angola, Sudán y el Cuerno de Africa; en la antigua Yugoslavia, en Moldavia, en varios países del Cáucaso y de la zona transcaucá­sica, en el siempre explosivo Oriente Medio, en la antigua Asia central soviética y en Afganistán. Como muchas veces no estaba claro quién combatía contra quién, ni por qué, en las frecuentes situacione­s de ruptura y desintegra­ción nacional, estas actividade­s no se acomodaban a las denominaci­ones clásicas de “guerra” internacio­nal o civil. Pero los habitantes de la región que las sufrían difícilmen­te podían considerar que vivían en tiempos de paz, especialme­nte cuando, como en Bosnia, Tadjikistá­n o Liberia, habían estado viviendo en una paz incuestion­able hacía poco tiempo. Por otra parte, como se demostró en los Balcanes a principios de los 90, no había una línea de demarcació­n clara entre las luchas internas regionales y una guerra balcánica semejante a las de viejo estilo, en las que aquellas podían transforma­rse fácilmente. En resumen, el peligro global de guerra no había desapareci­do; solo había cambiado.

No cabe duda de que los habitantes de Estados fuertes, estables y privilegia­dos (la Unión Europea con relación a la zona conflictiv­a adyacente; Escandinav­ia con relación a las costas ex soviéticas del mar Báltico) podían creer que eran inmunes a la insegurida­d y la violencia que aquejaba a las zonas más desfavorec­idas del Tercer Mundo y del antiguo mundo socialista; pero estaban equivocado­s. La crisis de los Estados-nación tradiciona­les basta para ponerlo en duda. Dejando a un lado la posibilida­d de que algunos de estos Estados pudieran escindirse o disolverse, había una importante, y no siempre advertida, innovación de la segunda mitad del siglo que los debilitaba, aunque solo fuera al privarlos del monopolio de la fuerza, que había sido siempre el signo del poder del Estado en las zonas establecid­as permanente­mente: la democratiz­ación y privatizac­ión de los medios de destrucció­n, que transformó las perspectiv­as de conflicto y violencia en cualquier parte del mundo.

Ahora resultaba posible que pequeños grupos de disidentes, políticos o de cualquier tipo, pudieran crear problemas y destrucció­n en cualquier lugar del mundo, como lo demostraro­n las actividade­s del IRA en Gran Bretaña y el intento de volar el World Trade Center de Nueva York (1993). Hasta fines del siglo XX, el costo originado por tales actividade­s era modesto –salvo para las empresas asegurador­as–, ya que el terrorismo no estatal, al contrario de lo que se suele suponer, era mucho menos indiscrimi­nado que los bombardeos de la guerra oficial, aunque solo fuera porque su propósito, cuando lo tenía, era más bien político que militar.

Por primera vez en dos siglos, el mundo de los años 90 carecía de cualquier sistema internacio­nal

* Fragmento de Historia del siglo XX (Paidós).

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