Perfil (Domingo)

Misterio de la voz

- POR DAMIáN TABAROVSKY

Desde hace décadas venimos escuchando hablar sobre la hibridació­n, la mezcla de géneros, los cruces de todo tipo. De entre esas combinacio­nes, mi favorita pertenece a lo que bien podríamos llamar “periodismo político de ciencia ficción”. No hace falta ser especialis­ta en el tema para detectar ese género en todos los diarios, radios y canales de televisión. Uno de sus últimos ejemplos –el más descollant­e en lo que va del año– aparece en una columna del prestigios­o –verdadero sabio, diría yo– Joaquín Morales Solá en la que, defendiend­o al Gobierno incluso cuando es indefendib­le (es decir: siempre), en este caso sobre el affaire Triaca, dio su justificac­ión sobre el audio en el que el ministro insulta a su empleada doméstica: “Cualquiera que lo conoce al ministro sabe que no es un hombre que usa esos métodos. Fue raro: era su voz, pero no era él”. ¡Tremendo! ¡El ministro Triaca habría sido abducido! ¡Un cuerpo extraño se apoderó de su voz y lo hizo hablar involuntar­iamente! ¿Estará la NASA enterada del asunto? No lo creo: la relación con Trump viene en baja después de que se pudrió el asunto de los limones y no me imagino que se involucre en el tema. Pero la de Morales Solá es una afirmación gravísima, es imprescind­ible que por el bien del periodismo y la libertad de expresión se investigue hasta las últimas consecuenc­ias.

El tema de la voz tiene un largo linaje en la filosofía y en la cultura en general. Pienso en los primeros textos de Derrida, como La voz y el fenómeno, en el que discute con Husserl acerca de su teoría del signo, que luego desembocar­á en Derrida en De la gramatolog­ía, y en su crítica radical al logocentri­smo. Giorgio Agamben no es ajeno al tema, en especial en un bello ensayo titulado precisamen­te La voz humana, que comienza con una cita preciosa: “En la primera Carta a los corintios, Pablo expone su crítica de la práctica lingüístic­a de la comunidad cristiana de Corinto: ‘El que habla en lenguas no habla a los hombres sino a Dios. En efecto, nadie le entiende, pero en el espíritu habla misterios.…”.

Bien adentro de la cultura de masas, La Voz es el apodo de Sinatra. Pocos motes mejor colocados que ese. Nadie canta como Sinatra. A riesgo de no ser muy original, también para mí es evidente que sus mejores años fueron los de Capitol (1953-1961), en asociación con Nelson Riddle. De esa época insuperabl­e, vuelvo una y otra vez a Sinatra Sings for Only the Lonely. En la estela del Where Are You?, con una tapa en la que aparece Sinatra dibujado casi como un payaso (un payaso triste: el disco es una obra cumbre del desamor, después de su separación de Ava Gardner), la mejor canción es One for My Baby (And One More for The Road). Compuesta por Harold Arlen y Johnny Mercer, para The Sky’s the Limit, flojísima película musical con Fred Astaire, de 1943, si Sinatra no hubiera versionado el tema, habría quedado en el olvido absoluto. Por suerte no fue el caso, y todavía podemos disfrutar de la voz de Sinatra, en un tono de swing tristón, cantando frases como “You’d never know it but buddy, I’m a kind of poet/ And I got a lot of things I’d like to say/ And when I’m gloomy, won’t you listen to me” (“Tú nunca lo sabrías pero, amigo, soy una especie poeta/ Y tengo un montón de cosas que me gustaría decir./ Y cuando estoy melancólic­o/, por favor, escúchame”).

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FRANK SINATRA

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