Perfil (Domingo)

El egoísmo de los empresario­s

- GUSTAVO GONZáLEZ

En países empobrecid­os, los empresario­s suelen ser los malos de la película. Cuando el dinero es escaso, las diferencia­s extremas entre los que más y los que menos tienen necesitan de culpables funcionale­s. Funcionale­s para los que sufren pobreza y creen que si los empresario­s fueran buenos estarían mejor. Y funcionale­s para los gobiernos que, mientras no apunten a ellos, todo es aceptable.

Puede ser simplista, pero los relatos que se instalan con éxito son los que contienen verdades. Aunque sean parciales. Macri vs. ellos. Los presidente­s argentinos recurriero­n permanente­mente al ardid de ceder la responsabi­lidad del Mal al mundo empresaria­l, sa lvo Menem que proclamaba “relaciones carnales” con el establishm­ent nacional e internacio­nal.

Los más recientes fueron los Kirchner, que pese a controlar el poder político, legislativ­o, judicial, económico y militar durante doce años, lograron instalar la idea de que el poder no estaba en sus manos sino en las de la Corpo, responsabl­e de la inflación y de la crisis, entre otros males. Eso no quitaba que surgieran empresario­s buenos, avalados por el oficialism­o, como Lázaro Báez, Cristóbal López o Sergio Szpolski.

Ahora Cristina acusa a la Justicia por investigar la corrupción de sus ex funcionari­os, pero no a los empresario­s que les pagaban los sobornos. Ella fue coherente en no denunciar ni a unos ni a otros.

Con la llegada de un empresario como Macri al poder, se suponía que ese sector social ingresaría a un ciclo de reconocimi­ento institucio­nal. Fue un mal entendido. Macri es un empresario, pero un empresario frustrado. Siempre quiso manejar la empresa que su padre fundó y jamás le cedió. Huyó de ese mundo para presidir algo. Y no le fue mal: presidió Boca, la Ciudad de Buenos Aires y, ahora, la Argentina. No, la realizació­n laboral de este hombre no pasa por el sector empresario. Al contrario.

Ya en reuniones reservadas en 2015, filtraba su mirada crítica frente a un establishm­ent acomodatic­io. Por si buscaba inspiració­n en ese sentido, tras uno de esos encuentros Jorge Fontevecch­ia le regaló The Bully Pulpit, el libro sobre Theodore Roosevelt y los inicios del periodismo de investigac­ión.

Roosevelt fue el presidente que promovió políticas antimonopó­licas, impulsó impuestos a la renta y a la herencia, y se enfrentó a banqueros y a grandes empresario­s. Hijo de una familia acaudalada, otros ricos terminaron considerán­dolo “un traidor a su clase”.

Dos años después de su asunción, no se puede decir que Macri merezca que los empresario­s lo llamen traidor, pero el establishm­ent esperaba que la Casa Rosada fuera su segundo hogar o, al menos, que el clima pro-mercado ya hubiera dado frutos.

Macri, en cambio, siempre dudó de hasta dónde llega el impulso emprendedo­r del empresaria­do argentino. En público los insta a invertir de una vez por todas. En privado dice, además, que después de tantos años de relaciones tóxicas con los gobiernos peronistas, se acostumbra­ron a enfocar sus esfuerzos en aceitar ese vínculo en lugar de alcanzar mayor eficiencia y competitiv­idad. Relaciones tóxicas. En la Rosada usan de ejemplo al ex titular de la UIA, Juan Lascurain, que recuperó su libertad bajo fianza acusado de cobrar $ 50 millones por una avenida de Río Turbio que no se construyó. Hay otros 17 empresario­s en la mira por supuestos sobrepreci­os y evasión en torno a los Yacimiento­s Carbonífer­os de esa ciudad. (No sería el único sector empresario con problemas en Tribunales. Lo podrían seguir los laboratori­os que en los últimos años le vendieron al Estado).

Río Turbio es presentado en el oficialism­o como el caso típico de descontrol estatal y de empresario­s adiestrado­s en sacarle beneficios: “Es una mina que es inviable y nos costaba más de $ 4 mil millones al año. El sueldo promedio es de $ 80 mil, pero la gente no trabaja porque no hay nada qué hacer. Si fuera una empresa privada estarían despidiend­o al 80% y bajando sueldos. Es la bomba que recibimos y tratamos de desactivar con el menor daño posible”. El presupuest­o para este año se redujo a 3.435 millones, incluyendo el despido de 200 empleados.

“No es que sospechemo­s que muchos empresario­s están ha- visitó a Rocca. Distensión tras días de cruces con empresario­s que invertirán más cuando lo crean convenient­e. No por altruismo. bituados a prácticas indebidas –dicen cerca del Presidente–, estamos convencido­s de eso. Están acostumbra­dos a jugar a un deporte y nosotros jugamos a otro. Venían de años en que pactaban paritarias del 30% y al mismo tiempo pretendían mayores ganancias. La diferencia la ponía el Estado, con subsidios o negociados. Nuestro modelo es otro, el empresario debe arriesgar y aceptar la competenci­a. Y el Estado tiene la deuda de mejorar costos, logística y cargas impositiva­s”.

El énfasis de estas afirmacion­es haría suponer que los palabras del ministro Cabrera sobre los empresario­s (“Hay que dejar de llorar, solucionar problemas y no decir estupidece­s”) fueron dichas no solo con el apoyo posterior de Macri sino con su OK previo, explícito o tácito. Panadero. El malestar oficialist­a contra los empresario­s que no defienden el modelo ni invierten lo esperado, parece un revival de la frase de aquel ministro de Economía de Alfonsín que se quejaba de ellos: “Les hablo con el corazón y me contestan con el bolsillo”.

Pero el objetivo último de los hombres de negocios es justamente su bolsillo. Adam Smith los comprendió bien. No es por su generosida­d que se promueve el desarrollo sino por su egoísmo. Es en el afán de ganar más, que invertirán más, darán más trabajo (obtendrán más plusvalía, diría Marx) y reinvertir­án para multiplica­r sus ingresos.

Milton Friedman ejemplific­aba ese gen utilitaris­ta: “No existe tal cosa como un almuerzo gratis”.

En La Riqueza de las Naciones, Smith decía: “No es la benevolenc­ia del panadero la que lo lleva a procurarno­s nuestra comida, sino el cuidado que presta a sus intereses”. Como profesor de Etica y autor de La teoría de los sentimient­os mora- les, Smith veía el costado moralista de ese egoísmo: el afán de ganar más implica la necesidad de interactua­r, escuchar y comprender al otro. Si interpreta bien, el panadero sabrá cómo hacer el producto que más le guste al otro. Y el otro, por esa satisfacci­ón, volverá a comprar su pan.

Macri tiene razón: ciertos empresario­s están acostumbra­dos a negociar y ser cómplices de funcionari­os corruptos. Y tiene razón en suponer que apoyaron a Scioli para mantener ese sistema. Lo sabe porque los conoce y porque su propio padre hizo su fortuna lidiando y apostando por cada gobierno, incluidos los K.

Pero estos “panaderos” del círculo rojo local no tienen nada personal con Macri. Son pragmático­s. La encuesta del Coloquio de IDEA de octubre, indicaba que el nivel de optimismo de ese sector era el más alto de los últimos 22 años. Solo que lo que vino después los asustó, en especial el cambio de metas inflaciona­rias de fin de año y la incertidum­bre posterior de la economía.

No van a invertir por altruismo. Lo harán cuando crean que están dadas las condicione­s para que el capital que arriesguen les brindará el mayor beneficio posible. Entonces no necesitará­n que nadie los rete para invertir.

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TEMES PEÑA
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